lunes, 24 de diciembre de 2012

Un Instante

      
El furor por lo instantáneo es avasallador, sólo lo nuevo es importante, lo importante dura un instante, a falta de valores consolidados habrá que hacer lo que otros hacen. Al identificarse este cambio sociocultural a nivel mundial a mediados del siglo XX fue identificado por una corriente psicológica como "Síndrome de Recompensa Instantánea".

El síndrome debutó a raíz de la aparición de "las drogas maravillosas" que se sucedieron en cascada solucionando los problemas de la humanidad, con sólo garrapatear un médico su firma en una receta prescribiendo a una persona físicamente sana el medicamento preciso para la dolencia que le aquejaba. La felicidad prescrita en su presentación de píldora era entregada inmediatamente al paciente impaciente por salir corriendo del consultorio a la farmacia más cercana y, automáticamente, volverse historia su actitud y estado anímico problemáticos, ya se había descubierto el antídoto preciso para la depresión, el estrés, la psicosis y paranoia, entre otros azotes prehistóricos. Las "drogas maravillosas" al tiempo probaron que no eran la solución soñada, el síndrome llegó para quedarse.

Mi cruzada particular contra la goma y el borrador del México de Mis Recuerdos se resiste a desaparecer a manos de su oponente fugaz, instantáneo y de índole adictiva, al que me cuadra llamarle instantaneitis crónica. La fast food y el café instantáneo fueron una primicia del modelo de la respuesta gastronómica a esta premura colectiva, en adelante la adicción por la prisa se propagó de forma incontrolable. Los adultos en plenitud haciendo su mejor esfuerzo por asimilar el último cambio socio cultural sin darle alcance, descubría que ya estaba en su apogeo el siguiente, así aparece "la píldora" anticonceptiva que le dio un vuelco a la humanidad desde que la mujer es mujer, y no muy pronto llegó  la venganza masculina con el Viagra que cambió al hombre desde que es hombre y macho impotente por añadidura.

Todo marchaba sobre ruedas cuadradas en México de Mis Recuerdos, cuando la tecnología lo cambió todo con avances espectaculares de un minuto a otro. El ciberespacio inició la comunicación íntima al instante entre millones de cibernautas adictos a su PC, en veces concertando matrimonios entre quienes no saben a qué huele el otro y cuánto ronca, y en otras los físicos y astrónomos escudriñando el universo y diciéndonos que somos polvo de estrellas. En este contexto nuestro mexicanísimo "mañana" es demasiado tarde y México de Mis Recuerdos es una muestra museográfica.

Sumergida estaba en mis cavilaciones parsimoniosas sobre mi cruzada contra la instantaneitis crónica, que elimina la plácida contemplación de un atardecer desde el punto predilecto al que se ha llegado solo sin sentir soledad esperando a la luna, cuanto Rosita fue a mi casa intempestivamente y llegué a una conclusión inmediatamente. Esta epifanía doméstica consta de tres actos veloces:

Primer acto.

Telefonema de Rosita a la Coco en las Navidades:

Rosita -"¿Vas a estar en tu casa?"

La Coco -"Sí"

Al momento de colgar la bocina la Coco agradece a la vida que le haya dado una razón de peso que termina con su indecisión de aventar al fuego de la chimenea la novela de Martín Moreno inspirada en sus investigaciones, dice el autor, sobre de Santa Anna. A la velocidad del rayo la Coco corre a hace café fresco, saca un ponche navideño del refrigerador, le pone servilletitas coquetas a la charola de presumir con las copas sacadas de la vitrina, un pastel navideño de frutas secas rociado con brandy parece ser el complemento oportuno, no hay tiempo que perder meditándolo, todo tiene que ser rápido, Rosita advirtió que sólo pasaría un instante,  su marido tiene una cita emergente con el dentista.

Segundo acto:

Rosita, su marido y su gentil hijo veinteañero llegan a la calle donde vive la Coco, no encuentran la casa, la nomenclatura se fijó cuando era camino de mulas. La Coco, que más sabe por vieja que por diabla, presiente este contratiempo porque ya era hora de que las visitas hubieran tocado el timbre, sale a la calle precariamente alumbrada a chiflarle como arriero a un automóvil merodeando despacio por la esquina de su cuadra y, para su sorpresa, no son secuestradores motorizados, sino que es el automóvil de Rosita con su familia.

Tercer acto:

Terminado el suspense del domicilio correcto, la familia peregrina entra al escurridizo hogar que se llena con la risa de Rosita, su marido trae en el semblante su regocijo que le caracteriza más que cara de dolor de muelas, no viene con ellos Rosi hija, esa beldad de cabellera increíble cual anuncio de shampoo televisado. Rosita le entrega un regalo navideño a la Coco que la azora por completo, jamás había recibido un obsequio semejante en su vida. La Coco recibe encantada el changuito de peluche que repentinamente cobra vida al apachurrarle la mano izquierda, inmediatamente se suelta cantando Rock and Roll moviendo la boca parodiando las palabras de la canción que entona y se contorsiona al ritmo de la copla rocanrolera. Las visitas se despiden tras apurar apuradamente el ponche navideño y degustar el pastel de frutas en medio del júbilo común en la celebración instantánea. La Coco se queda cantando y bailando a dúo con su regalo navideño, "Go baby, go, go, go...", y pronto se le une el coro de su familia menuda.

Corolario.

La Coco asiste a una reunión informal de escritoras en un cafetín. Una a una expone descaradamente sus propósitos para el año que comienza, propósitos a cual mas conceptuoso y profundo que el changuito también presencia. Al llegarle su turno, la Coco manifiesta de forma aplastante la síntesis de su propósito fundamental para ese año, le apachurra la mano al changuito que baila y canta entusiasmado, Go baby, go, go, go sin estancarse contemplando los cambios que se suceden  en cadena a los que jamás les dan alcance quienes han acumulado demasiada juventud .

Conclusión:

Le doy el SÍ sin reservas al instante que aprisa trae el regocijo que se pierden los que, como yo, dejan para mañana lo que pueden hacer ahora instantáneamente. Le doy mi NO rotundo a la instantaneitis crónica, aflicción amnésica que ataca a la identidad del que vale por lo que tiene ahorita mismo, no por quien es, un ser único e irrepetible en el universo conocido, a reserva de conocerse otros el próximo instante. 

martes, 18 de diciembre de 2012

A propósito de Eros-Tanatos


Había una vez una película francesa intitulada La Tragedia de Mayerling (1936). El Archiduque Rodolfo (Charles Boyer), heredero al trono de Austria, antes de suicidarse dio y tomó en matar de un balazo a su amante, la baronesa Vetsera (Danielle Darrieux) dormida en regio tálamo con almohadones de seda, testigos mudos de su último encuentro pasional según se adivinara por uno de sus senos descubiertos. No era para menos, el crimen histórico por razones de estado ocurrido en 1859 en el castillo de caza del Archiduque en la aldea Mayerling en los bosques de Viena, no vendería un boleto de taquilla alguna, entonces se pensó en las posibilidades de la historia con sólo modificar la motivación verdadera en una versión atrevida con artistas que apuntaban hacia su consagración internacional. La mancuerna Eros-Tanatos daba sus primeros pasos dirigidos a una incipiente audiencia en vías de convertirse en cinéfila.

Algunas corrientes de pensamiento de los estudiosos de la conducta humana nos dicen que el aflujo de la ambición de poder es más fuerte en el hombre que su sexualidad, los opositores de esta corriente asumen que nada es más poderoso en el hombre que el acto sexual humano enfrentado a la muerte, como quien dice una cópula Eros-Tanatos. Ambas hipótesis son consideradas líricas en tanto no sean probadas, comprobadas y aprobadas por la ciencia, entre tanto, las versiones idealistas en busca de sustento válido adoptan modelos como el de Romeo y Julieta del poeta Shakespeare, o  versiones no idealistas como el modelo de las soldaderas de la Revolución Mexicana que no inventó poeta alguno, ni se ocupó tampoco.

Romeo y Julieta de sangre azul que nacieron en pañales de seda se inmortalizaron como paradigma de la idílica entrega total sin reservas de los adolescentes en proceso de formación y, para los no idealistas que no faltan, Tanatos se materializó en el romance ciego porque a los enamorados les falló su Plan A y también su Plan B.  De haber tenido éxito los aún rozados por sus pañales sedosos se hubieran enfrentado a la realidad del ser amado con barba y las primeras arruguitas de la edad entregandose con reservas, si no distraídos con la telaraña del techo, o mentalmente ausentes en el estira y afloja del reacomodo del paraíso perdido de dos que se convierten en UNO hasta que la muerte los separe. Esta historia clásica de la literatura universal es un cuento para arrullar nenes arropados en su camita, comparativamente a la experiencia de las soldaderas mexicanas enfrentadas a Eros y Tanatos despojadas de romanticismo en su entrega total hasta la muerte si fuese preciso. En un principio unidas a "la bola" por hambre, o por los tradicionales abusos oprobiosos a las mujeres en el ámbito rural, entre otras razones de peso, permanecían sometidas a la experiencia de la guerra espontáneamente. Las mujeres sumadas a "la bola" tenían a su "Juan" que seguían a pie, o en ancas del caballo del encarabinado, o hacinadas en furgones de ferrocarril cual si fuesen ganado acarreando consigo todas sus pertenencias en un itacate y un comal para hacer tortillas, en tanto amamantaban en medio del fuego cruzado al chilpayate que habían parido a campo traviesa envuelto en su rebozo agujereado de bala. Nadie iría tras ellas si claudicaban a su nombramiento extra curricular de soldadera, es fácil aventurar que en las famosa "rieleras" predominaba la mancuerna Eros-Tanatos con una atracción irresistible hacia su Juan que iba y venía de hablarse de tú con la muerte, al igual que ellas. Esta experiencia pasional unida a la muerte en acecho lo describe en tono festivo el corrido revolucionario La Rielera.

Al despuntar el cine mexicano hablado, la "juventud moderna", que se da en cada generación desde que el hombre es hombre, se lanzó en tropel a ver la primera "película hablada" hecha en México intitulada "Santa", basada en la novela que escribió  en 1903 Federico Gamboa con el fondo musical de la canción "Santa" de Agustín Lara dedicada a la non-sancta conocida por este alias. La protagonista (Lupita Tovar) fue piedra de escándalo por interpretar el papel de la pueblerina seducida por un militar (Juan José Martínez Casado), luego atrapada por la dueña del burdel con pianista que no veía pero tentaba (Carlos Orellana), perdidamente enamorado de la protagonista. La estrella es redimida de su indiscriminada actividad noctámbula por famoso matador de toros que desafiaba la muerte en tardes de arena, sangre y sol, a quien no lo cornó toro alguno, sino que la mujer desagradecida y desmotivada de la fórmula Eros-torero  le puso semejante cornamenta con un epílogo apropiado para el machista autor: mató a Santa, la única pecadora que obtuvo su merecida muerte en el escenario de pecadores irredentos y malvivientes. Gamboa (1864-1939) no se curó de su chauvinismo  durante sus andanzas diplomáticas, ni durante su exilio por motivos políticos (1913-23), ni como director de la Academia Mexicana de la Lengua hasta su muerte.

Al despegar nuestra carrera fílmica mexicana  se hicieron algunos intentos siguiendo la ruta marcada por "Santa", "La mujer del puerto" (Andrea Palma) se entregó incondicionalmente por amor, ya decepcionada y abandonada por el que le prometió matrimonio, bajo la luz mortecina de un farol callejero vendía placer, decía ella, más que éxito cinematográfico de 1933 se considera un clásico. Abundan intentos fallidos de trasladar la mancuerna Eros-Tanatos de la sala del psiquiatra a una obra literaria, su buen logro requiere talento, mucho y bastante. Desde luego, en gustos se rompen géneros, pero el estrafalario noble inglés Lord Byron (1788-1824) y el americano sureño William Faulkner (1897-1962), premio Nobel cuya obra pasa de lo sórdido a lo trágico en tierras robadas por EU a México, parecen ajenos y distantes a nuestra sensibilidad.


Salvador Novo (1904-1974), que vivía en la calle que lleva su nombre en Coyoacán, prolífico dramaturgo y director teatral, poeta irónico de ímpetu apasionado y amarga desolación, formaba parte del grupo de poetas conocido como los Contemporáneos, conformado, ente otros, por Xavier Villaurrutia, Jaime Torres Bodet, Julio Jiménez Rueda, Carlos Pellicer y los hermanos Gorostiza José y Celestino, al jovencillo Octavio Paz Jorge Cuesta lo introdujo a este círculo cuya inconmensurable obra poética fue prohibida en México machista al trascender que eran homosexuales. Lord Byron, en cambio, hoy es tenido en Inglaterra como gloria nacional. El mismo que vivía obsesionado con la muerte hasta coleccionar cráneos humanos que adornaban la repisa de su chimenea. Novo, quien propendía a escandalizar a los asistentes de las reuniones sociales a las que él era el invitado de honor luciendo extravagantes accesorios femeninos, en su obra editada post-mortem, La estatua de sal, describe magistralmente las bataholas a los que era adeptos el grupo de Contemporáneos.

Xavier Villaurrutia (1903-1950) eleva al paroxismo del placer a Eros-Tanatos unidos:

 "...la muerte es el hueco que dejas en el lecho ...y es el sudor que moja nuestros muslos que se abrazan y luchan ...y el silencio que cae y te sepulta cuando velo tu sueño y lo interrogo, y sólo, sólo yo sé que la muerte es tu palabra trunca, tus gemidos ásperos ...la muerte es todo eso y más que nos circunda, que nos une y nos separa ... y nos deja con una herida que no sangra ...Entonces, sólo entonces los dos sólo sabemos que no el amor, sino la oscura muerte nos precipita vernos cara a los ojos, y a unirnos y estrecharnos más ...todavía más y cada vez más todavía."

Como la vida es cambio, la extensa obra cimera, inigualable de Villaurrutia que fuera proscrita para la juventud de ayer, pudiera parecerle una ñoñería a la juventud de hoy en vísperas de irse de luna de miel a la luna de verdad, y si a alguno de los lunamieleros casados o en unión libre se le ocurriese evocar a Eros-Tanatos en un pacto suicida, apuesto doble contra sencillo que su pareja no recordaría  la Tragedia de Mayerling con arrobo, sino espetaría, "Houston, Houston, ¿me copias Houston? ¡Eureka!, por fin vuelve la señal... ¿Cuál es tu color de ojos, darling?

viernes, 30 de noviembre de 2012

Los sueños, sueños son.



Existes en cuanto eres pasado. Esta sentencia es el encabezado de una crítica de la novela del mexicano Tovar y de Teresa intitulada Paraíso es tu memoria, cuyos personajes viven encarcelados en la imposibilidad del cambio, en la inercia del laisere faire, laisser passé, en tanto la realidad no los obligue a abandonar esa mirada fija en un tiempo que ya no existe, sino como esperanza de regresar a él, sin más futuro que vivir día a día irremediablemente signado por la presencia del pasado en una atmósfera cerrada.

Nuestros sueños, sueños son, como todo mundo sabía antes de que apareciera Sigmund Freud en escena. Ahora se dice que a una persona se la conoce más por sus preguntas que por sus respuestas, y que por sus preguntas sin respuesta se conocen sus años vividos. Esto nos conduce a sospechar que tenemos vocación al misterio, no falta quien nos asegure que nacemos con el gen de la necesidad de misterio. Un recurso muy socorrido para elucidar la verdad sospechosa que asuela al hombre, es el concepto de paraíso, desde los Paraísos Artificiales del opio y el hachís del francés inmortal Baudelaire, hasta la respuesta de la española Santa Teresa de Ávila:

Si para estar ahora enamorada,
Fue menester haber estado herida
Tengo por bien sufrido lo sufrido,
Tengo por bien llorado lo llorado,
Porque después de todo he comprendido
Que no se goza bien lo gozado
Sino después de haberlo padecido,
Porque después de todo he comprobado
Que lo que tiene el árbol de florido
Vive de lo que tiene sepultado.

Talento huidizo que se me escabulle, falta de luces para traducir en palabras otros paraísos a los que me han transportado un aroma, una visión, un recuerdo, un sabor, una melodía que me han incendiado en su fuego fatuo en ese momento que nunca volverá, sino como añoranza en la trastienda de mi mente con nuevos sueños cada día. 

martes, 20 de noviembre de 2012

Ni por dónde empezar (Parte 2)


Lo primero que me vino a la mente fué un incidente que sucedió en 1914 durante la revolución: La Tía  Tina embarazada de Pancho agarrando con fuerza la mano del racimo de sus hijitos corriendo en medio del fuego cruzado en las calles, decidida a llegar al Consulado de Alemania en la provincia donde radicaba. El cónsul gozando de inmunidad diplomática acogió a Tina y sus hijos, su marido había sido apresado, o fusilado quizá, por los revolucionarios que habían tomado la plaza y andaban a la caza del gobernador del estado, precisamente el marido de Tina. Tal como consta en los anales de nuestra Historia Patria, el simple tamborileo de los temibles yaquis sonorenses sumados a las filas del general Álvaro Obregón, hacía huir a los habitantes de la población que atacaría "el general invicto" en su avance desde Sonora. A diferencia de otras ocasiones, Tina no pudo salvar a su marido ultimado por los enemigos del Gobierno en turno sujeto a las vicisitudes revolucionarias desde la caída de Don Porfirio, así que cuando le permitieron entrar a ver a su marido preso en la cárcel de la entidad, el costalito con monedas de oro que se echó al buche no pudo utilizarlo para sobornar a los carceleros como se lo proponía, su marido se lo impidió al advertirle que si alguien sospechaba siquiera su contenido, los mataba a ambos.

Dos años después de esta escena, Tina aparece en una fotografía tomada a un grupo de asistentes a una boda. En este estudio fotográfico posan los novios al centro apegados al estilo de la época que demanda el fotógrafo en su dominio, la madrina Tina luce arrogante cual zarina rusa viendo de medio perfil a la cámara en actitud desafiante, sobriamente alhajada, garbosa porta su atuendo confeccionado en su totalidad por ella, vestido largo de encaje negro de Bruselas con mangas ceñidas a sus brazos hasta la muñeca donde rematan sus guantes de seda, en su sombrero de paja de ala ancha, un tanto ladeado con coquetería, destaca una gran flor de organza. Esta imagen congelada, para mi sorpresa, originó la precipitación en cascada de anécdotas, leyendas y mitos salidos de la imaginación de La Tía Tina, y la mía también, que me remiten a los antecedentes de su fortaleza que, reproducida en mayor o menor grado por millones de mujeres que conservaron a este país de pie, no eran las paradigmáticas soldaderas que también se perdieron en el anonimato.

Tras quitarle sus amarras a la imaginación sometida a la cultura digerida en imágenes, me transporto a la hacienda sinaloense del siglo XIX, donde la fantasía se vuelve realidad y la realidad fantasía.

El papá de Tina, Hernando Montero, nació en Burgos. Ya había cumplido 21 años de edad cuando llegó a Sinaloa en compañía de su hermano mayor Emanuel con el fin de tomar posesión y trabajar las tierras que la Corona le había concedido a su padre, totalmente desinteresado en abandonar su terruño ibérico. La propiedad de Hernando abarcaba una dimensión tal, que no se recorría de principio a fin cabalgando a buen trote durante todo un día. Esta dimensión se incrementó más aún, en razón de que Emanuel fue a Roma para ordenarse sacerdote, se arrepintió al momento de hacer el voto de celibato, pero en México Emanuel ya había hecho voto de pobreza cediendo todos sus bienes a su hermano Hernando, ríos, montes y lagos incluidos.


Hernando volcó en sus tierras el mayor esfuerzo y trabajo. Al tiempo, el rubio de ojos verde claro y donosa presencia de 28 años de edad, ya vuelto Don Hernando, contrajo nupcias con Altagracia,  niña de 14 años de edad de frágil apariencia cual figura de porcelana, hija de la templadísima hacendada viuda cuya finca colindaba en algún punto con la propiedad de Don Hernando, así que por la vía matrimonial se resolvió el agrio conflicto por zonas limítrofes del agostadero donde pastaba el ganado de ambas haciendas en tiempos de secas. Son los tiempos del derecho de pernada, la muchacha que se casara con un peón del hacendado pasaba su primera noche de bodas con el patrón si éste la requería. Esta disposición también vigente en la Europa de tradición latina, no era el caso en la hacienda de la viuda, sino el de sus peones rebelados contra la autoridad femenina que ella hacía valer a fuetazo limpio, no obstante haberse quedado coja al caerse del caballo durante una de tantas aplicaciones de su autoridad.

De regreso en Sinaloa, el renegado Emanuel requirió en amores a  la templadísima viuda suegra de Hernando. Uno sólo puede imaginarse el nudo gordiano que ató a todos sus protagonistas sin oportunidad de desatarse, sino por un hachazo a la usanza de Alejandro Magno. La hija de la viuda sacó a relucir su carácter férreo que la caracterizó toda su vida, en esta ocasión lo puso en práctica no volviendo a ver a su madre jamás. Esta decisión draconiana no fue un berrinche de nena consentida o algo que se le parezca, a sus 13 años de edad Altagracia, como hija mayor de la hacendada viuda, tenía la obligación de encargarse de la catequización, la salud y el esparcimiento de la comunidad de peones y sus familias, les curaba la alferecía metiéndolos en una tina de agua con cal, los salvaba de morir irremediablemente de pulmonía poniendo en práctica sus habilidades quirúrgicas de azaroso resultado con una incisión en "la paleta" de la espalda hasta sangrar, para los cólicos menstruales administraba a sus pacientas el remedio mundialmente utilizado llamado  Paregórico a base de opio surtido en la botica de Pericos, o Agua Salada, o de la capital Culiacán, la botella con alcohol en el que se ha remojado mariguana durante semanas hasta tomar ese color verde oscuro no faltaría nunca en su maletín médico para frotaciones a los reumáticos, a las parturientas les purificaba la sangre con una poción de sasafrás bebida durante 40 días como agua de uso, receta replicada para aliviar crisis de camoyas, una taza de leche hervida con flor de saúco era remedio infalible para la "tos perra" o la flor machacada con la corteza del arbusto se convertía en emplaste para las llagas, en todos los casos anteriores una copiosa purga de aceite de ricino era el preámbulo indispensable, y si todo fallase, antes de cumplir 14 años la niña los ayudaba a bien morir para luego conducir los rezos del velorio durante toda la noche y el rosario del novenario con la letanía completa, excepto aquella vez que no pudo velar al difunto que se había batido a machetazos con su compadre zapatero, porque a medio velorio estalló el muertito, la niña-cirujana doctorada en el sistema prueba-error, había hecho una filigrana de su remiendo al destripado con el hilo y la aguja del compadre zapatero, cuando no se conocía la esterilización y Pasteur no daba color, así que el que contrajera rabia y todas sus pertenencias, incluyendo su casa con todos sus enceres, eran incinerados.


En medio de las eventualidades médicas mayores y menores, al caer la tarde la niña les narraba a los reunidos en el portal del casco de la hacienda, cuentos rebosantes de fantasía inspirados en la cultura regional, el negrito que meaba la masa y meaba el caldillo del monstruo hasta que el negrito liberó a la princesa cautiva, el de "componte bola" que con esta orden dada por el héroe del cuento surtía de golpes a sus enemigos, el del gallito que cantaba, "kikiriquí, nalgas de vieja comemos aquí" así revelándole al señor de la casa los ingredientes que tenía el guiso que le sirvió  su esposa a la que no le alcanzaba el gasto, el recién casado que fue a comprar café con leche y no volvió hasta que recuperó la memoria al escuchar el diálogo de dos periquitos entrenados por la esposa abandonada, el de la serpiente de siete cabezas que resguardaba la prisión de la hija del rey enemigo, por mencionar algunos cuentos del amplísimo repertorio de la niña que continuó narrando a sus nietos hasta morir de vieja con lucidez singular.

A Hernando Montero su esposa niña jamás lo tuteó, ni nunca le llamó por su nombre de pila, sino por su apellido a la usanza sinaloense, no obstante procrearon a 15. La prole Montero tenía un curtido papá extremadamente permisivo y una mamá menudita de figura exquisita extremadamente estricta que disponía de 60 criadas dedicadas a acicalarla, unas le secaban con toallas de lino su larga cabellera y la cepillaban hasta dejarla relumbrante y lista para peinarla de gran chongo, otras más se encargaban de su guardarropa y de vestirla hasta quedar abotonado el último de la serie de botoncitos en sus mangas, en tanto las aprendices se afanaban en regresar a su estado original los aposentos alborotados durante gran parte de la mañana. La regiamente ataviada no le daba descanso a su cuero siempre al alcance de su mano para meter en cintura a sus hijos varones sin rey ni ley,   se sabían dueños de todo lo que alcanzaban a ver y hasta más allá del horizonte, hubo vez que a sus dos hijos mayores, a los que sus hermanos les decían "los tobalones" por su gran corpulencia, los colgó del cuello a un árbol, hasta jurarle a su mini mamá que no volverían "a las andadas".

La adolescente Tía  Tina, cuya autoridad sobre sus hermanos y hermanas era indiscutible, y también sobre su mamá que no hacía malos quesos en eso de ser autoritaria, a su papá simplemente lo mandaba con los ojos la consentida. Todos en esa casa sabían que los zapatos de raso color de rosa que Don Hernando había comprado en la capital se los había traído a Tina, para resentimiento perpetuo de sus hermanas que murieron de viejas.



La indomable adolescente que cacheteó al cura que la confesaba por razones ocultas para el resto de la humanidad, la mediadora entre sus papás cuando su mamá se ausentaba durante semanas a sus retiros espirituales en una choza en la punta de un cerro sin permitir que nadie le llevara alimento alguno, según la versión oficial, pero  extraoficialmente, porque Don Hernando ejercía su derecho de pernada más a menudo que frecuentemente, Tina ya entradita en años se casó con el mejor partido de los alrededores, militar de carrera de altos vuelos egresado del Colegio de Cadetes. No existe razón por la que su carácter dominante cambiara al casarse con el militar traga lumbre, convertido en un manso corderito sometido a los caprichos de su esposa que no se paraba en mientes para defender su territorio, "Si eres hombre Francisco, demuéstramelo ahora mismo, mi hermano Alberto abusando de nuestra hospitalidad me ofendió", el hermano bragado que había intentado chotear a su hermana panzona de La Pelancha, le sujetó con fuerza las muñecas para evadir sus cachetadas y huyó despavorido de esa casa, antes que liarse a puñetazos con su cuñado apreciabilísimo, ya que, segurísimamente, el cuñado nunca jamás usaría la pistola que Tina le puso en la mano para escarmentar a Beto.

La Tía Tina, quien quedaría viuda a tan solo siete años de casada, sobrevivió los primeros meses de su viudez gracias al oro con el que intentó inútilmente sobornar a los carceleros de su marido preso en una mazmorra. Pronto Tina se integró a la modernidad, de ser una muñeca consentida sin haber recibido la afrenta de hacer groseros trabajos de casa ni labores manuales cual ninguna, con institutrices que introdujeron a la prole Montero a sus primeras letras, chiqueada por su amoroso marido rendido a sus pies, tomó la decisión de aprender corte y confección de alta escuela y a domeñar su resistencia a la magia blanca de la máquina de coser con pedal a la que nunca se había acercado, no'más faltaba, reto superado que sirvió de ejemplo a dos de sus hermanas que también revolcó la Revolución y no tenían hacia donde voltear, aunque parezca increíble su papá se había quedado en la ruina.

A Don Hernando lo arruinó la Revolución para la posteridad, esa posteridad a la que se le ocultan los secretos familiares, pero la Revolución ni apuntaba cuando Don Hernando había perdido todo lo que poseía en esta tierra apostándolo en juegos de azar, así como por los despojos arbitrarios de los gobernantes en turno, incluyendo cerros, ríos, lagos y selva de maderas preciosas, en una sola apuesta al as de bastos en un  albur perdió 4 mil reses, como quitarle un pelo a un gato. La crisis familiar llegó a su clímax, su esposa puso tierra de por medio y llegó a la Ciudad de los Palacios con sus dos hijas menores de diez y ocho años de edad. Su llegada coincidió con el deslumbrante desfile del Centenario de la Independencia en el que Don Porfirio echó la casa por la ventana hasta asombrar a la realeza europea y asiática invitada y al selecto grupo de mandatarios, cuyos cortejos en landós y carruajes relucientes tirados por caballos enjaezados desfilaron ante las niñas azoradas que su mamá no soltaba de la mano. Altagracia tomó la drástica decisión de abandonar para siempre su tierra, dispuesta a enfrentarse a las consecuencias cualesquiera que fueran y, para abrir boca, las tres llegaron a la casa de un tal licenciado X, quien había prometido a los hijos de Don Hernando  recuperar el patrimonio familiar que alevosamente se había apropiado el gobernador de Sinaloa.

El trío de arrimadas en casa del "leguleyo de cuartilla", para bien y para mal muy pronto fueron acogidas por La Tía Tina en su casa de Tlálpan, domicilio conyugal en razón de que el que NO mandaba en esa casa tenía un cargo importante en la Escuela Militar de Aspirantes. Las invitadas ya sabían a lo que le tiraban, el historial de Tina no se podía pasar por alto: Tina pertrechada dentro de su casa en las afueras de Saltillo, en ausencia de su marido comisionado en la capital y rodeada de niños y nanas exclusivamente, a punta de balazos desde su balcón del primer piso y luego trepada en la azotea evitó el asalto del grupo villista de a caballo que huyeron despavoridos, y que Tina con un salvoconducto viajó por ferrocarril de Monterrey a la Capital acarreando un gran cesto de mimbre en el que escondió a su marido debajo de sus estambres que ella utilizaría para tejer muchos, muchos chales, así salvándolo del paredón revolucionario, hazaña repetida en otra ocasión, pero desde Sonora y en vez de cesto el marido se escondió bajo su enagua de doble vuelo, mientras Tina abanicándose y en la otra mano un pince-nez  se hacía pasar por maestra de francés contratada por algún  personaje en el poder en turno.

Al tiempo de permanecer en casa de La Tía Tina, llegó el día en el que el marido tenía que tomar posesión como gobernador de su Estado. La mamá y sus dos hijitas menores vieron el cielo abierto, ya no debería defenderlas de la irascible Tina su marido. Quedaron aposentadas en la Capital en una casa en la calle de Las Artes de zaguán con portón apolillado que las separaba de la Revolución en curso con jinetes encarabinados desfilando por su calle luciendo orgullosos sus 30-30 como en una danza macabra. En ese domicilio permanecieron encerradas mamá e hijitas sin poder comprar un grano de arroz con los billetes bilimbiques  guardados en un arcón y que perdían su valor nominal de acuerdo a los altibajos de los caciques que se habían apoderado y/o dominaban tres cuartas partes de México. De vez en vez se aparecía uno de los hijos desbalagados con monedas de oro, único medio para comprar comida, o con los pesos de plata acuñados en Chihuahua por Villa, canjeables en EU a la par del dólar, sin preguntar mucho de su procedencia, ya que circulaban en la frontera donde Villa contrabandeaba armas. En esa casa falleció, en 1917, Don Hernando porque se bañó en una tina con agua muy caliente después de haber comido sandía muy fría, que, como todo mundo lo sabía, fue una imprudencia imperdonable cuando recién había llegado de su agotador viaje de más de un mes, en parte viajando en carroza tirada por caballos y en parte en ferrocarril para tramitar con un sinaloense en el candelero la devolución de su propiedad que le quitó a la mala un gobernador de Sinaloa ya caído en desgracia. Dos meses después su penúltima hija cruzó el zaguán apolillado del brazo de su único hermano vivo escrupulosamente trajeado de pies a cabeza, ella portaba un vestido de novia sin planchar recién desempacado de su envoltura del almacén El Puerto de Veracruz, para casarse en la capillita aledaña al templo  de San Felipe de Jesús en la Avenida Madero, cuando Tina, la hermana mayor de la novia, recién se había reinventado.


Quedan en el aire varios hechos que escapan a mi memoria y a mi imaginación, pero que tal si vuelvo a parpadear uno de estos días….todo puede suceder.

jueves, 15 de noviembre de 2012

Ni por dónde empezar (Parte 1)

-¡FRANCISCOOO!... Cómo se te ocurre bañarte a la intemperie, amaneció helando y el agua de la pileta debe estar hecha hielo... Aquí está la niña de visita... Te va a ver encuerado...

-Es que se me hace tarde, Betina, la Pelancha no sale nunca del baño, ve a sacarla a ver si puedes, ahí tiene escondido el coñac que no encuentras. Quedé de recoger temprano a unas muchachas para llevarlas a conocer Xochimilco, a estas no les vas a poner ni un pero, son de tu querido Culiacán...

-Vas a pescar una pulmonía chivato... ¡Qué condenación...! Me vas a matar a sustos y corajes... Ya sé cuáles muchachas han de ser, desde que te juntas con el mentado Bracamontes no sabes otra cosa. Pero dile al bandido ese que se cuide si vuelve a venir por ti chiflando como arriero y pitando hasta despertarse todo Tlalpan, quién sabe cómo le hubiera ido si salgo con la carabina antes de que arrancara su camión de carga que sólo carga "pintadas" de algún cabaret arrabalero --y en tono socarrón añade--, esas han de ser las mentadas culichis que dizque quieren conocer las chinampas...

-Ay sí tuuu... A poco crees Tina preciosa que tienes la misma puntería que tenías cuando le echaste bala a los villistas que querían asaltar tu casa y huyeron despavoridos a todo galope... –-regocijado replica el atlético de enorme estatura y pecoso como huevo de pípila Pancho, en tanto de espaldas a su interlocutora se seca con una toalla luida tiritando de frío y ejercitando su característico chiflido imitando el trinar de canarios -Y si me da pulmonía, para eso está tu hijito consentido, casi, casi médico- añade castañeteando los dientes.

Berta, Tina  para sus hijos cuando las cosas iban bien, dando los primeros pasos de su recámara hacia el corredor descubierto, arrebujada con chal de lana sobre su ropa de cama de franela y en pantuflas de fieltro negro que se han amoldado a sus juanetes, deja en suspenso el coloquio mañanero con su hijo menor a punto de sacarla de sus cabales, se encamina hacia la cocina de la mano de la niña de visita en esa casa, y para quitarle el susto a su sobrinita que azorada presenció el incidente, le pone en mano una jericalla de crema y vainilla recién salida del horno con su costra doradita y lo demás en la taza de peltre sabiendo a gloria.

Esta escena en una mañana de invierno en 1935 en el gran patio de una casona típica de Tlalpan, me vino a la mente instantáneamente en un parpadear de ojos al pasar frente a esa casa con su fachada intacta 50 años después.

En mi fugaz ensoñación distingo la recámara de La Tía Tina con un delicado aroma de heliotropo, su perfume favorito. En el cuartito adyacente se encuentra su máquina de coser Singer y los rollos de géneros importados oliendo a nuevo, comprados en los grandes almacenes de la Ciudad de los Palacios con los que ella confecciona ropa ajena siguiendo los últimos dictados de la  moda en Francia, tal como aparecen en las revistas de modas europeas que colecciona y me embelesan, desde sus sombreros hasta los botines. En la sombría “sala de visitas” con cortinajes de terciopelo verde esmeralda de piso a techo ceñidos a la mitad de su altura con grueso cordón dorado con un pompón barbudo en sus extremos, el olor a humedad se mezcla con el bouquet del buen coñac que Tina me enseña a catar tras escanciarlo en las copitas alemanas de metal siempre dispuestas sobre la mesita con carpeta de la misma tela del tapiz de la sala Luís XV, el tufo a gasolina del ambiente es de la cera con la que se pule el piano Steinway en el que Tina y la Pelancha interpretan valses de Carrasco y Chopin, o a Shubert y Lizt, y si no hubiese crisis familiar en curso, el médico en ciernes con traje de casimir confeccionado por Tina las acompaña al violín.


Me viene a la mente la recámara de La Pelancha que da a una azotehuela con ropa recién lavada y enjuagada en agua con altincar hasta dar cardillo las camisas blancas de sus hermanos tendidas en mecates, debajo del colchón de la cama con cabecera de tubos de latón de diseño caprichoso se encuentran los libros de medicina que faltan en la biblioteca de su hermano, y los clásicos de la literatura española y francesa que también tiene prohibido leer hasta sus títulos. En el cuarto de baño de enormes dimensiones La Pelancha me baña cada ocho días sumergiéndome en el agua calientita dentro de esa tinota porcelanizada de cuatro patas de garras de león, me enjabona con el “jabón de olor” Reuter, mi enmarañada melena ensortijada la lava con sacate xixi y perfuma con agua de colonia alemana, que no falta en esa casa en razón de la asiduidad de Henkel, viejillo alemán encorvado siempre de traje de lana café con pelusa y una peluca pelirroja a menudo desplazada de su debido sitio, complementando su mueca de sonrisa congelada en tanto venera a Tina descaradamente.

La anticipación del placer de saborear los platillos que se servirán a la hora de la comida la dispara mi olfato, sagaz detective de la alquimia en curso en las cazuelas "curadas" sobre carbón de aromático encino encendido con ocote en las cuatro hornillas del enorme bracero en la espaciosa cocina. Ahí está cocinándose el caldo de gallina gorda sin huevera al que se le han añadido las verduras compradas diariamente a la misma marchanta del mercado que da de pilón el cilantro y el perejil; el arroz rojo llevado a la mesa es el resultado de su remojo en agua caliente y que, enjuagado, escurrido y secado al sol se ha dorado en manteca de puerco antes de escucharse el chirrido del jitomate molido con el que se baña, para luego incorporar la dosis precisa de consomé; me llega el olor de la cazuelona de albóndigas nadando en espesa salsa de jitomate aderezada con chipotle, en medio del ambiente invadido por los frijoles cociéndose durante toda la mañana en la olla que no se usa para ninguna otra cosa jamás; adivino la muy picante salsa molcajeteada de jitomate o tomate verde que no falta en el centro de la mesa convertida, más a menudo que frecuentemente, en eficaz antídoto para la "cruda" de algún comensal; el chilorio o el chorizo sinaloense hecho en casa y conservado en tripas de res no podía faltar en la mesa del desayuno, comida o cena; el producto acabado del nixtamal que en casa se remojó con cal antes de llevarlo al molino de la esquina, es la masa que se colocará en el metate para que con la mano del metate moler la porción precisa de una tortilla al ritmo de la mano de Chencha, para luego colocarla con ademán preciso en el comal sobre la lumbre de leña ardiendo en un anafre afuera de la cocina, operación repetida hasta llenar el  chiquihuite de palma para su consumo inmediato.

En un segundo parpadeo, como si estuviera viendo una película en una sala de cine, me veo llorando desconsoladamente sentada en la orilla de la enorme cama de La Tía Tina con colcha de satín color vino, estoy frente a la ventana de piso a techo con enrejado estilo andaluz que da a la calle, el rimmel "Estrellas" que la Pelancha me puso en las pestañas, hecho a base de jabón según la fórmula inventada por la Pompadour de Luis XV, se me metió a los ojos. Tina pone verde a La Pelancha porque me enrrimeló, La Pelancha limpiándome las lágrimas tiznadas niega haberme enrrimelado. Sorpresiva contingencia imprevista en el último toque a mi atuendo y el peinado de caireles resaltado con ese gran moño de tafeta en la coronilla, y de tal manera acicalada, La Pelancha y yo iríamos a escondidas a vernos con su novio tuerto Macín en la nevería del zocalito, y luego encontrarnos con su novio Roqueñí, dentista con mal aliento aguardando pacientemente nuestra llegada a la churrería donde me esperaba el brebaje de chocolate en leche hirviendo batida con molinillo de madera hasta sacarle la espuma que casi rebosa mi taza, y darle fin acompañado de un churro de harina mezclada con ingredientes mágicos recién sacado del aceite hirviendo, en tanto, el suspense podría tener cualquier desenlace si nos descubría mi tía Tina, o si nos localizara cualquiera de sus hermanos, ambos de vocación camorrista, especialmente con aquellos sospechosos de cortejar a "La Pelancha", o que el casi médico la volviera a rapar y encadenar a la cabecera de latón de caprichoso diseño, para quitarle "lo salidora" y alejarla "de la bebida", hasta que la rescatara Pancho, artífice especializado en violar candados.


En caso de que a La Tía Tina de visita en mi casa en la colonia Roma se le ocurriese regresar a Tlalpan en mi compañía, yo pasaba esos días de mi estancia totalmente embelesada convertida en el centro de atención de los mayores, un cambio justo y necesario, mis dos hermanas altotas y ya noviando y nuestro único hermano chaparro y estrábico de nacimiento, me aventajaban mucho en edad, yo no podía distraerme de estar pensando la forma de vengarme de ellos y sobrevivirlo durante el lapso que me tomaría refugiarme en el regazo paterno. Para mi desconsuelo, mi madre suspendió mis visitas a Tlalpan, la razón dada fue que ahí aprendí a decir chivato, cuyo significado no me interesaba aclarar más allá de su aplicación como regaño iracundo, y que, en realidad, los norteños le espetaban a quien se le comparaba con un macho cabrío cuando todavía es chivo, y eso que nunca le dije a mi mamá el sobrenombre que le puso La Pelancha al bandidazo amigo de Pancho que me sonaba a pecado, "Bracabrón", así que por las recochinas dudas nunca se lo revelé a nadie, hasta confesarme con el padrecito sordo cuando hice mi Primera Comunión, quien ya roncaba cuando le pregunté qué quería decir el 5° Mandamiento, "No fornicarás". Sobra decir que nadie en este planeta supo que yo estaba segura que la verdadera razón de la orden terminante de mi mamá se debía a sus celos de mi amor a ojos vistas por su hermana mayor quien, con toda la paciencia del mundo en contraste con su natural talante, me trepaba en una sillita frente al bracero de su cocina para enseñarme a hacer quesadillas de flor de calabaza, mis favoritas hasta la fecha.

La visión nítida entre mis dos parpadeos no conservó la misma espontaneidad en mi intento de capturar la realidad en el mundo irreal post revolucionario que vivieron en carne propia los personajes evocados en la escena anterior. Pancho nació después de haber muerto su padre general en esas sangrientas guerras fraticidas que, por razones políticas más que verdaderas, pasaron a la historia como una única Revolución Mexicana, así justificando el saldo de tres millones y medio de muertos entre 1910 y 1920, ora caídos en batallas del Gobierno contra caciques y vice versa, ora en el fuego cruzado entre caciques que por turnos se apoderaron de tres cuartas partes de México, ora en el paredón, ora por la pandemia de influenza española contra la que no había cura, ora por la hambruna que azotó a la nación simultáneamente a la quiebra del país, ora por la leva, como se le llamaba a los cientos de miles de ciudadanos pacíficos reclutados, niños desde 12 años incluidos, enrolados a punta de bayoneta en el Ejército, sin detenernos en detalles ni mencionar el bandolerismo atroz desatado por "los pelones" que lograban escaparse de ser carne de cañón impuesta por leva. Este panorama dejó profunda huella imperecedera en sus supervivientes, pero resulta que La Tía Tina que yo conocí se reinventó, pero ni por dónde empezar a entender este proceso.

Fin de parte 1.  Continúa.

viernes, 2 de noviembre de 2012

Esa tal Güera

La encumbrada dama mexicana Dña. María Ignacia Javiera Rafaela Agustina Feliciana Rodríguez de Velasco, Osorio, Barba Jiménez, Bello de Pereira, Fernández de Córdoba, Salas, Solano y Garfias es virtualmente desconocida por sus compatriotas. La falta de reconocimiento de su participación en nuestra historia no es debido a su singularmente extenso nombre, dado que fue conocida simplemente como Güera Rodríguez. Debe pensarse otra razón para este lapso amnésico de nuestra historia en el siglo de los mayores cambios en México desde la Colonia, con los liberales y conservadores luchando por instaurar el régimen de gobierno tras el "Grito" de Independencia.

La Historia Universal está escrita por hombres, la historia patria de la tierra de Anáhuac no es la excepción. La definición de hombre es misógina por excelencia y la de mujer implica su gracia y juicio al servicio de su virtud esencial, primordialmente, con relación a su marido. La historia de los pueblos registrada para la posteridad no justifica la presencia de sus próceres de acuerdo a su vida privada virtuosa, a no ser en los anales hagiográficos. Este no es el caso del género femenino que vino a este mundo con la misión primordial de parir carne de cañón para las guerras, aunque ellas no lo sepan, la historia sí lo sabe desde que el hombre es hombre ubicando sus frentes de guerra dando brincos de rana, a la generación de la zona que su dirigente decide que le toca, le toca ir al frente. "Atrás de un gran hombre hay una gran mujer", cita popular que aparentemente dignifica al género femenino es una proclama de la consabida inequidad de género, de que la mujer no es sujeto, sino es objeto, es otra forma de decir que la justificación de su existencia en este planeta fluctúa entre su fortuna de tropezarse con el prospecto de "gran hombre", seducirlo para que “la haga mujer" y consagrar su virtud al interfecto voluble por naturaleza. Dicha sentencia popular, indudablemente aprovechada por los mexicanos doctos en el albur, es fácil pensar que también movería a risa a Alejandro el Grande, o a Adriano entre otros emperadores romanos con preferencias sexuales que los historiadores tradicionalmente disimularon con celo evangélico. Con lo anterior en mente, podría suponerse que la Güera Rodríguez fue extraída de la memoria histórica mexicana exclusivamente por su conducta licenciosa y no por sus ideales libertarios.

Madame de Pompadour ejerció gran influencia en los asuntos de Estado y la Revolución Francesa. La Du Barry guillotinada durante el Régimen del Terror instaurado por los revolucionarios franceses, ambas mujeres, una de alcurnia y la otra salida de una barriada, con su belleza, inteligencia y filtros de amor le dan al cuadro de la época su íntima y acabada razón, integradas a la historia de su patria. Los franceses tienen a su disposición los episodios de este riquísimo pasado que les pertenece y se adueñan de él a voluntad, incluyendo a la cojitranca marquesa de Montespan y Madame de Maintenon, a diferencia de nosotros que andamos dando palos de ciego para llenar los abismos de vacío en nuestra historia sustituyéndolos con mitos y leyendas. Los mexicanos disponemos de la imagen de la Benemérita del Estado de Querétaro Dña. Josefa Ortiz de Domínguez que, en las monedas "Josefitas", no refleja sino austeridad y solemnidad. Nada nos dice "Josefita" de la agraciada muchacha criolla de cutis de alabastro, nacida en la Nueva Valladolid, hoy Morelia, quien casó con el Corregidor de Querétaro y, debido a su indomable carácter impetuoso, su marido la encerró en su recámara al descubrirse la Conspiración Insurgente fraguada en el comedor de esa misma casa, tertulias que amenizaba la propia esposa del Corregidor. Valiéndose de un criado fiel, ella logró enviarle la infausta noticia a su entrañable capitán del Regimiento de Dragones de la Reina Ignacio Allende, en el pueblito de Dolores a la sazón, por lo que el ilustradísimo Padre de la Patria adelantó "El Grito" de Independencia al 15 de septiembre, "Viva la Virgen de Guadalupe, Viva Fernando VII, Viva la Independencia", iniciando así Hidalgo con un motín la Revolución programada para el siguiente diciembre por todos aquellos conspiradores con sangre española en sus venas. Si España caía ante Napoleón, lógicamente México formaría parte de la proclamada ambición napoleónica de dominar al mundo.

A mediados del siglo XX don Artemio del Valle Arizpe nos regaló con una novela sabrosísima que causó gran revuelo sobre la pecaminosa y muy godible Güera Rodríguez, cuando los temas no indigenistas para muchos compatriotas eran considerados aristocratizantes y hasta antipatrióticos. La siguiente semblanza está inspirada en la pluma de Don Artemio que, aunque conceptuosa y partidista, es singularmente amena y divertida y, como bonificación extra, hace gala de un lenguaje florido muy pintoresco caído en desuso en favor de nuestra lengua viva constantemente renovada, sólo que ahora no se enriquece, sino se adultera y reduce, y sabido es que por el pasado se conoce el futuro, primero se ha reducido el lenguaje y luego la Nación.

En la inteligente niña María Ignacia que viera la luz primera en 1778 se destilaron los rasgos de sus antepasados para agraciarla, rizos de oro, grandes ojos azul cielo, tez de nácar y de dulce habla, la más bonita de las dos hijas del muy enhiesto señor Regidor Perpetuo de la Ciudad de México. La púber e inquieta Ignacia de 14 años, denunciaba gran talento y perspicacia, ingenio para salidas airosas. El virrey aconsejó al Regidor casar a las dos donosas damiselas que, sin el menor recato, se regodeaban en abrasado frenesí con los mozos de la nobleza del cuerpo de oficiales del cuartel de Granaderos. El matrimonio de María Ignacia con el militarcillo calatravo José Jerónimo, arreglado en 1794 por intercesión del virrey Conde de Revillagigedo, tenía a los amantes esposos encadenados de amores. El canónigo de la Metropolitana gustoso aceptó alojarse en el hogar de los tiernos enamorados, sin tomar en cuenta el militarcillo calatravo que entre santa y santo, pared de calicanto. El ofendido marido se inconformó bastante, y entre tunda y tunda que le propinaba a su esposa se inconformó también por la falta de pared y calicanto entre la Güera y el Cura Bonito desterrado de España por el favorito de la reina.

El marido astado consultó al virrey sobre el castigo virreinal al que se hacía acreedora la infiel, por infiel. José Jerónimo pidió el divorcio -gruesos legajos del Archivo de la Nación dan constancia de las causales de divorcio-. José Jerónimo se arrepintió por escrito de haber seguido los consejos virreinales, su esposa no aceptó la reconciliación, de este enlace quedó un hijo varón con vocación a los estados melancólicos.


Maria Ignacia, a pesar del régimen de tundas al que se había sometido, a sus 21 años de edad era telenda, es decir, viva, airosa, gallarda, deslumbraba con su hermosura a la concurrencia de los saraos del virreinato. “El Caraqueñito” de 16 años de edad desembarcó en Veracruz. Conoció en un sarao virreinal a la que había comenzado su vida galante a sus tiernos 14. Se dice de sus amores que se reunieron la llama de ella y la flama del primerizo. El amado le expuso al virrey José Miguel Azanza sus ideas liberales, Azanza raudamente despachó al futuro Libertador de América a Veracruz para que se embarcara en el barco en el que había llegado. Cuentan que la Güera simpatizó desde entonces con los ideales liberales de su bienamado Simón Bolívar.

El 10 de octubre de 1803 llegó a la capital, proveniente de Acapulco, Federico Enrique Alejandro von Humboldt. El virrey Iturrigaray agasajó con el boato debido a tan distinguido personaje. Virreyes iban y venían, y la Güera era la invitada vitalicia a las reuniones que ella engalanaba con su radiante presencia, regiamente ataviada y enjoyada, con su voz argentina prodigando la gracia traviesa de sus palabras o aplicando su ingenio mordaz y cáustico al vacuo quídam. Ella y el barón Humboldt casi no se apartaban en los festejos. El 9 de diciembre asistieron juntos a la ceremonia de gran pompa y solemnidad para descubrir la estatua ecuestre de Carlos IV en la Plaza Mayor, obra del valenciano Manuel Tolsá. La Güera le expresó su opinión a su acompañante, descalificó las dotes escultóricas de Tolsá para plasmar la realidad, a no ser que éste tuviera como modelo a un caballo extrañamente dotado de sus atributos de macho, o impotente con las yeguas del corral; la conseja popular cuenta que, desde entonces, a esta monumental estatua se la conoce como “el caballito”. El barón extendió su estancia. Más allá de sus investigaciones científicas, la geología y la geografía descubrió el estrato de la pasión que no ejercían sobre él minas y montañas, embargado de fascinación dejó fe por escrito de la hermosura de María Ignacia que no era fábula ni conseja.

Viuda de José Jerónimo en 1805, María ignacia volvió a contraer nupcias con el acaudalado vejete Briones. Pronto murió éste, dicen que con una sonrisa imborrable. María Ignacia quedó embarazada. El carácter decidido de la garrida Güera se manifestaría en toda oportunidad, el temperamento no se atempera de forma selectiva, se es un convencido de, "a grandes males, grandes remedios", o se es un mansueto que acepta su destino ineluctable diseñado por otros. Al enviudar la Güera, los parientes de Briones dijeron que el preñado de la viuda era sólo mañoso artificio con el fin de recibir en herencia todo el grueso caudal del difunto. Los parientes acusaron legalmente a la viuda de una pretendida sustitución de infante y entablaron juicio para apoderarse de la herencia del vástago huérfano antes de nacer. La jocunda María Ignacia, al sentir los fuertes dolores de parto del que acarreaba en su seno, salió a la puerta de su casa, hizo entrar en su residencia hasta seis señores que pasaban muy tranquilos por la calle a la iglesia a oír misa o a su trabajo, les pidió que subiesen a su alcoba, a lo que accedieron gustosos los azorados que testificaron el acto de alumbramiento, como lo hacían en los partos reales los Monteros de Espinosa. La recién nacida fue bautizada Victoria entre otros varios nombres.

María Ignacia y sus apasionados amoríos no pasarían a la historia, sino como un anecdotario comparativo de la molicie, blandura e inmunidad en el relajamiento de costumbres cortesanas imperantes en las cortes europeas, de no ser por la influencia que ejerció en asuntos de Estado. El cura Hidalgo le agradeció su participación hidalga -en el más amplio sentido de la palabra- en la Conspiración y su apoyo económico a la Causa. Una vez dado el “grito” de Dolores, María Ignacia fue denunciada por el espía Juan Garrido. “El Tribunal de la Fé” identificado con la voluntad del rey la citó a una comparecencia. Debía responder a los cargos por los que la acusaba la temida Santa Inquisición: simpatizar abiertamente con la Causa, favorecerla en lo privado y ayudarla con grandes sumas de dinero.

La Güera Rodríguez acudió puntualmente a la cita. Altiva cruzó con garbo por las apenumbradas estancias llenas de grave silencio en el ambiente sombrío con muebles espectrales. Fresca como una lechuga, la exquisitamente perfumada acusada se sentó en el banquillo de los acusados. Frente a ella estaban sentados sus tres inquisidores solemnes de negras vestiduras y bonetes de pico, cada cual apoltronado en su sillón respectivo de madera repujada con altísimo respaldo detrás de un bufete de gran largor y poca anchura encubierto de terciopelo rojo damasco, al centro los tres inquisidores, en ambos extremos sendos cirios pascuales iluminaban la fría cámara en la penumbra, un solitario gran Cristo producía sombras en movimiento acompasado con el parpadear de las luces mortecinas. La peripuesta con especial esmero para la ocasión con un pronunciado escote, imponía una aguda nota discordante en la atmósfera que caía a plomo en el pesado silencio de la temible “Casa Chata”. Con toda tranquilidad desplegó su abanico de nácar y empezó a agitarlo frente a su pecho con suave parsimonia, en tanto los santos varones se disponían a juzgarla por nefandos delitos castigados con cárceles perpetuas, por decir lo menos, sin mencionar hogueras con leña verde para prolongar el martirio. Antes de abrir boca los inquisidores la voz de la acusada les atronó las orejas, bien claro y sin eufemismos les descubrió sus grandes secretos. En los tres graves varones puso toda la malignidad de su lengua hasta encenderles los rostros, preguntándoles con la mayor llaneza si ellos eran esto o aquello. Un inquisidor había intentado tener con ella retozones deslices, a otro, pariente suyo, le sabía bien algunas ocultas trapisonadas con las que sobrellevaba su vida acética a semejanza del tercero.

La Güera no puso pie en mazmorra alguna, contrariamente a lo esperado en tiempos de Dña. Josefa Ortíz de Domínguez enclaustrada y separada de sus 14 hijos desde “El Grito" de Independencia hasta 1817. Por boca de María Ignacia su proceso salió a la luz pública. El virrey-arzobispo, Lizana y Beaumont, para que no se siguiera haciendo mofa del suceso en todos los saraos virreinales, condenó a la Güera al destierro... en Querétaro. Ella partió y pronto regresó a la capital al serle perdonada su ridícula condena, para beneplácito de un notario que dejó en el olvido sus protocolos en aras de su obstinación amatoria, de un médico  barrigote que ya no atinaba con sus récipes, de un maestro togado y de sus alumnos de birrete que no lograban curar el mal de esta Juana Tenorio que no se cura con remedio de botica.


El coronel realista Agustín de Iturbide, de aventajada presencia en la flor de la edad, modales cultos y agradables, de hablar grato e insinuante y bien recibido en la sociedad, se entregó sin templanza a las disipaciones de la capital, provocando graves disensiones en su familia. Vivía separado de su rechoncha esposa potosina, la riquísima Ana María Huarte, cuando conoció a la cuarentona Güera Rodríguez. Juntos, demasiado juntos rezaban en una casa del Puente Quebrado. La pasión llegó a tomar tanta violencia en el corazón de Agustín como en el de María Ignacia. La Güera, siempre insurgente de corazón en más de un sentido, asistía a las juntas de notables donde se trataban los asuntos de política. Fernando VII, ante el ímpetu de los liberales en la Península que tomaba fuerza y temiendo un final sin cabeza como el de Luís XVI, de su puño y letra le escribió una misiva al virrey Apodaca indicándole que, con el mayor sigilo, promoviera la independencia de la Nueva España de tan urgente necesidad para refugiarse en caso de tener que huir la familia real a América, y que se proponía ofrecerle el gobierno de la Nueva España a un infante español. Surgió la necesidad de poner un militar mexicano de toda la confianza del virrey al frente de este movimiento, para acaudillar la revolución y proclamar la Independencia. La Güera Rodríguez muy metida en el ajo tuvo en sus manos esta misiva y propuso a su amado coronel. Según Del Valle Arizpe esta propuesta la secundaron los conspiradores con mayor autoridad y quién mejor para esta misión, que el  tan rezandero que al caer la tarde diariamente ponía a su tropa en campaña a rezar de rodillas el Santo Rosario. Por intrigas de la Güera con el virrey Apodaca, el capitán Agustín de Iturbide fue nombrado capitán para ir a pactar con los insurgentes.

Iturbide mantenía a su amada al tanto de todos los acontecimientos en campaña, su carteo diario en el que le confiaba sus secretos lo firmaba con el seudónimo femenino de Damiana –por cierto, a la damiana se le atribuyen poderes afrodisíacos--. Diez años después de "El Grito" se dieron por terminadas las hostilidades entre realistas y el último reducto insurgente debatiéndose en las escabrosidades del Sur, pacto simbolizado con el Abrazo de Acatémpan que llevaron a cabo el melindroso y peripuesto Iturbide y Don Vicente Guerrero, último insurgente que continuó la lucha tras haber caído Morelos y todos los demás próceres insurgentes "para reducir el abismo que existe entre la riqueza de la Corona y la miseria del pueblo de México", los ideales de "El Grito" habían cambiado. Con ardoroso entusiasmo y alegría se proclamó el Plan de Iguala seguido de un tedéum solemne, fueron grandes las alegrías y festejos en Iguala. México se independizaba del reino español para establecerse una monarquía democrática independiente avanzada para la época. [Vasconcelos] La influencia de la Güera en este pacto de paz quedaría de manifiesto en el diario carteo con Damiana.

En medio de gran algazara popular, repique de campanas y estallido de cohetes, el Primer Jefe del Ejército Libertador Agustín de Iturbide entró triunfal a la Ciudad de México el venturoso 27 de septiembre de 1821, al frente de su deslumbrante Ejército Trigarante o de las Tres Garantías, a saber, Religión, Independencia y Unión, a lo que se deben los tres colores de la bandera nacional. Después de recibir las llaves de oro de la ciudad, Iturbide modificó la ruta del desfile del Ejército Libertador para pasar por la calle de la Profesa frente a la "Casa Morada" de Doña María Ignacia que lo aguardaba resplandeciente. Luciendo cual figurín su uniforme de gala y gran penacho tricolor en su gran sombrero de empanada, Agustín detuvo la columna frente al balcón donde se asomaban los ojos guiados por el alma, desprendió del sombrero una de las simbólicas plumas tricolores que en él ondeaban y la envió a la traviesa. Ella la tomó entre sus dedos y se acarició con voluptuosa delectación el rostro una y otra vez, y otra vez más, ante la pasmada admiración de todos los testigos involuntarios. Por el aire diáfano de aquella mañana limpia como un diamante bajó la sonrisa de ella a pagarle a su amante la rendida fineza.

El protervo Fernando VII desconoció su misiva enviada al virrey Apodaca, ésta nunca apareció, probablemente por fidelidad de alguno de sus súbditos. Apodaca fue destituido tras desconocer el Tratado de Iguala pactado por Iturbide y don Vicente. En México prevalecía la incertidumbre de los partidos políticos antagónicos, los absolutistas y los liberales.

Llegó el virrey Juan O 'Donojú. Iturbide aprovechó su llegada para pactar con él el Plan de Córdoba que legalizó el Plan de Iguala de febrero anterior, finalizó la guerra y consumó la Independencia el 24 de agosto de 1821. Fernando VII, obviamente, desconoció también el Plan de Córdoba. Pasaban los meses y México seguía en la indefinición. Iturbide, en virtud de una asonada se convirtió en Agustín I, Emperador de México. La Güera le previno, "Guárdate de aceptar la corona, Damián, los coronados pierden la cabeza", esta profecía podría tomarse también en sentido figurado. El último virrey O' Donojú pronto murió dejando a su viuda sufriendo grandes penurias atrapada en el fuego cruzado, Fernando VII no la aceptaba por haber firmado su marido el Tratado de Córdoba, las Cortes de España en el poder tampoco la querían porque su marido había firmado el tratado con Iturbide sin tomar en cuenta a las Cortes y los hermanos masones mexicanos nunca le dieron un tejo de oro para aligerar su penuria; a su muerte, la Güera le mandó decir misas.

Agustin I fue ungido Emperador en la Catedral metropolitana con boato desenfrenado y una comitiva imperial intentando semejarse a las coronaciones europeas que sólo conocían en estampas. Doña María Ignacia no quiso ocupar puesto alguno en la corte que había desaprobado de antemano. Diez meses después las logias rivales derrocaron el Imperio. Agustín a secas salió al destierro en 1823, no toleró la nostalgia, un año después regresó a su tierra y fue fusilado. El iturbidismo pasó a la historia como un sistema de gobierno infamante.

La dos veces viuda de 45 años dispuso que era hora de sentar cabeza. Correspondió los requiebros amorosos del galán más solicitado entre las damas del virreinato, el chileno don Juan Manuel Elizalde. Se dice que lo conoció en una solemne cantamisa con muchos padrinos, numerosas luces, flores, bastante estoraque e incienso, a través de cuyas fragantes y barrocas humaredas se descubría el precioso tisú brochado de la casulla de piracanto. Pasó a terceras bodas la donairosa dama.

Al lado de éste su último marido, Doña María Ignacia dedicó su vida a obras pías dentro de la Tercera Orden de San Francisco, en la que ella profesó y vistió su hábito hasta el fin de sus días. Tras una fuerte calentura que le atacó un órgano vital dejándola paralítica, murió en su "Casa Morada" en el No. 6 de la 3a. calle de San Francisco [hoy Av. Madero] el 1° de noviembre de 1850. Su viudo tomó el hábito filipense y obsequió todas las joyas de María Ignacia a una de las imágenes de la Virgen en la Iglesia de la Casa Profesa, al tiempo se ordenó sacerdote.

El hijo y las tres hijas de María Ignacia formaron cuatro ramas de las familias con mayor prosapia de la sociedad de México. Sabido es que en la improvisada nobleza mexicana no hay el don sin el din del dinero, nobleza minera de moneda chinita reluciente. La Güera y sus tres hijas eran conocidas como Venus y las Tres Gracias con ojos cuales estrellas centelleantes que deslumbraban al sol. Ni tardas ni perezosas las Gracias María Josefa, María de la Paz y María Antonia, aprendieron de su madre a mover bien el abanico en los saraos, obteniendo dones y dines, sus títulos no cabrían en una tarjeta de presentación si ésta no fuera una larga serpentina. La primera casó con el conde de Regla don Pedro José Romero de Terreros y Rodríguez Sáenz de Pedroso, la segunda con don José María Rincón Gallardo y Santos del Valle, marqués de Guadalupe Gallardo y mayorazgo de Ciénega de Mata, la tercera con don José María Echeverz Espinal de Valdivieso y Vidal de Lorca, marqués de San Miguel de Aguayo y Santa Olaya. Pero, por lo que se sabe, éstas no sólo no heredaron las joyas de su progenitora, tampoco su corazón liberal ni su talento. A reserva de que hubiese habido algún cambio imprevisto, el rostro de María de la Paz puede verse en el óleo de la Virgen de los Dolores que se encuentra con mucho culto y veneración en el templo de la Profesa en  la Ciudad de México. La Condesa de Regla María Josefa prodigó sus favores a su tocayo, nuestro primer Presidente Félix María Fernández mejor conocido por Guadalupe Victoria y, de forma simultánea, a Joel Poinsett, el primer embajador de Estados Unidos en México.

Era Poinsett de bella presencia, inteligente, bribón y de resonante impopularidad en la sociedad capitalina que frecuentaba. Estableció logias masónicas de ritos Yorkinos para enfrentarse a las establecidas en México de los católicos escoceses. En ambas, con pérfida sutileza de manejos fomentaba bien entre los insalubres políticos mexicanos mil odios y abría divisiones infranqueables, lo que se proponía este mentecato señor. “Poinsett quiso adelantar sus negociaciones con ayuda de una especie de alianza con los liberales, (…) descendió hasta la calumnia para destruir la influencia de una bella favorita [la condesa de Regla] del Presidente Victoria, ...confesó que la había empleado para lograr sus propósitos”. [J. Fred Rippy]  La condesa de Regla murió en Nueva York, está enterrada en la catedral de San Patricio, se llevó a la tumba secretos que terminarían de un tajo con mitos y leyendas de este episodio de nuestra historia.

La Güera Rodríguez desapareció de la historia patria en sus versiones para niños o adultos, no obstante su participación hidalga e influencia en los asuntos de Estado. Su vida licenciosa fue llevada a la pantalla en versiones parciales y descontextualizadas. La mayoría de mexicanos no se adueñan de este pasado que les pertenece, a diferencia de la insurgente Pompadour presente en su justa dimensión de grandes luces y sombras en la mente de los franceses. Permanece propiamente en el olvido de los mexicanos la insurgente Dña. María Ignacia Javiera Rafaela Agustina Feliciana un tanto cuanto pícara, que con su deslumbrante presencia y singular hermosura le da su íntima y acabada razón al cuadro de la época de finales de la Colonia, al ambiente de la sociedad virreinal durante el período de la Insurrección que terminó con el Abrazo de Acatémpan, al surgimiento y la caída del Imperio de Agustín I. Doña María Ignacia vivió hasta ver la mutilación de la República Mexicana en virtud de la Guerra de Tejas para la que Joel Poinsett fue enviado como peón de avanzada. Las causas podrán olvidarse, sus efectos perduran.


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Bibliografía

De Fossey, M.: Le Mexique, p. 182; París, 1857.

Romero De Terreros Vinent, M. [marqués de San Francisco]: Ex Antiquis Bocetos de la vida social    de la Nueva España; México, D.F., 1944.

Del Valle Arizpe, A.; La Güera Rodríguez; México, D.F., 1949