La encumbrada dama mexicana Dña. María Ignacia Javiera
Rafaela Agustina Feliciana Rodríguez de Velasco, Osorio, Barba Jiménez, Bello
de Pereira, Fernández de Córdoba, Salas, Solano y Garfias es virtualmente
desconocida por sus compatriotas. La falta de reconocimiento de su
participación en nuestra historia no es debido a su singularmente extenso
nombre, dado que fue conocida simplemente como Güera Rodríguez. Debe pensarse
otra razón para este lapso amnésico de nuestra historia en el siglo de los
mayores cambios en México desde la Colonia, con los liberales y conservadores
luchando por instaurar el régimen de gobierno tras el "Grito" de
Independencia.
La Historia Universal está escrita por hombres, la
historia patria de la tierra de Anáhuac no es la excepción. La definición de
hombre es misógina por excelencia y la de mujer implica su gracia y juicio al
servicio de su virtud esencial, primordialmente, con relación a su marido. La
historia de los pueblos registrada para la posteridad no justifica la presencia
de sus próceres de acuerdo a su vida privada virtuosa, a no ser en los anales
hagiográficos. Este no es el caso del género femenino que vino a este mundo con
la misión primordial de parir carne de cañón para las guerras, aunque ellas no
lo sepan, la historia sí lo sabe desde que el hombre es hombre ubicando sus
frentes de guerra dando brincos de rana, a la generación de la zona que su
dirigente decide que le toca, le toca ir al frente. "Atrás de un gran
hombre hay una gran mujer", cita popular que aparentemente dignifica al
género femenino es una proclama de la consabida inequidad de género, de que la
mujer no es sujeto, sino es objeto, es otra forma de decir que la justificación
de su existencia en este planeta fluctúa entre su fortuna de tropezarse con el
prospecto de "gran hombre", seducirlo para que “la haga mujer" y
consagrar su virtud al interfecto voluble por naturaleza. Dicha sentencia
popular, indudablemente aprovechada por los mexicanos doctos en el albur, es
fácil pensar que también movería a risa a Alejandro el Grande, o a Adriano
entre otros emperadores romanos con preferencias sexuales que los historiadores
tradicionalmente disimularon con celo evangélico. Con lo anterior en mente, podría
suponerse que la Güera Rodríguez fue extraída de la memoria histórica mexicana exclusivamente
por su conducta licenciosa y no por sus ideales libertarios.
Madame de Pompadour ejerció gran influencia en los
asuntos de Estado y la Revolución Francesa. La Du Barry guillotinada durante el
Régimen del Terror instaurado por los revolucionarios franceses, ambas mujeres,
una de alcurnia y la otra salida de una barriada, con su belleza, inteligencia
y filtros de amor le dan al cuadro de la época su íntima y acabada razón, integradas
a la historia de su patria. Los franceses tienen a su disposición los episodios
de este riquísimo pasado que les pertenece y se adueñan de él a voluntad, incluyendo
a la cojitranca marquesa de Montespan y Madame de Maintenon, a diferencia de
nosotros que andamos dando palos de ciego para llenar los abismos de vacío en
nuestra historia sustituyéndolos con mitos y leyendas. Los mexicanos disponemos
de la imagen de la Benemérita del Estado de Querétaro Dña. Josefa Ortiz de
Domínguez que, en las monedas "Josefitas", no refleja sino austeridad
y solemnidad. Nada nos dice "Josefita" de la agraciada muchacha criolla
de cutis de alabastro, nacida en la Nueva Valladolid, hoy Morelia, quien casó
con el Corregidor de Querétaro y, debido a su indomable carácter impetuoso, su
marido la encerró en su recámara al descubrirse la Conspiración Insurgente
fraguada en el comedor de esa misma casa, tertulias que amenizaba la propia
esposa del Corregidor. Valiéndose de un criado fiel, ella logró enviarle la
infausta noticia a su entrañable capitán del Regimiento de Dragones de la Reina
Ignacio Allende, en el pueblito de Dolores a la sazón, por lo que el ilustradísimo
Padre de la Patria adelantó "El Grito" de Independencia al 15 de
septiembre, "Viva la Virgen de Guadalupe, Viva Fernando VII, Viva la Independencia",
iniciando así Hidalgo con un motín la Revolución programada para el siguiente
diciembre por todos aquellos conspiradores con sangre española en sus venas. Si
España caía ante Napoleón, lógicamente México formaría parte de la proclamada
ambición napoleónica de dominar al mundo.
A mediados del siglo XX don Artemio del Valle Arizpe nos
regaló con una novela sabrosísima que causó gran revuelo sobre la pecaminosa y
muy godible Güera Rodríguez, cuando los
temas no indigenistas para muchos compatriotas eran considerados aristocratizantes y hasta
antipatrióticos. La siguiente semblanza está inspirada en la pluma de Don
Artemio que, aunque conceptuosa y partidista, es singularmente amena y divertida
y, como bonificación extra, hace gala de un lenguaje florido muy pintoresco caído
en desuso en favor de nuestra lengua viva constantemente renovada, sólo que
ahora no se enriquece, sino se adultera y reduce, y sabido es que por el pasado
se conoce el futuro, primero se ha reducido el lenguaje y luego la Nación.
En la inteligente niña María Ignacia que viera la luz primera
en 1778 se destilaron los rasgos de sus antepasados para agraciarla, rizos de
oro, grandes ojos azul cielo, tez de nácar y de dulce habla, la más bonita de
las dos hijas del muy enhiesto señor Regidor Perpetuo de la Ciudad de México. La
púber e inquieta Ignacia de 14 años, denunciaba gran talento y perspicacia, ingenio
para salidas airosas. El virrey aconsejó al Regidor casar a las dos donosas damiselas
que, sin el menor recato, se regodeaban en abrasado frenesí con los mozos de la
nobleza del cuerpo de oficiales del cuartel de Granaderos. El matrimonio de
María Ignacia con el militarcillo calatravo José Jerónimo, arreglado en 1794 por
intercesión del virrey Conde de Revillagigedo, tenía a los amantes esposos
encadenados de amores. El canónigo de la Metropolitana gustoso aceptó alojarse
en el hogar de los tiernos enamorados, sin tomar en cuenta el militarcillo
calatravo que entre santa y santo, pared
de calicanto. El ofendido marido se inconformó bastante, y entre tunda y
tunda que le propinaba a su esposa se inconformó también por la falta de pared y calicanto entre la Güera y el
Cura Bonito desterrado de España por el favorito de la reina.
El marido astado consultó al virrey sobre el castigo
virreinal al que se hacía acreedora la infiel, por infiel. José Jerónimo pidió
el divorcio -gruesos legajos del Archivo de la Nación dan constancia de las
causales de divorcio-. José Jerónimo se arrepintió por escrito de haber seguido
los consejos virreinales, su esposa no aceptó la reconciliación, de este enlace
quedó un hijo varón con vocación a los estados melancólicos.
Maria Ignacia, a pesar del régimen de tundas al que se
había sometido, a sus 21 años de edad era telenda,
es decir, viva, airosa, gallarda, deslumbraba con su hermosura a la
concurrencia de los saraos del virreinato. “El Caraqueñito” de 16 años de edad
desembarcó en Veracruz. Conoció en un sarao virreinal a la que había comenzado
su vida galante a sus tiernos 14. Se dice de sus amores que se reunieron la
llama de ella y la flama del primerizo. El amado le expuso al virrey José
Miguel Azanza sus ideas liberales, Azanza raudamente despachó al futuro
Libertador de América a Veracruz para que se embarcara en el barco en el que
había llegado. Cuentan que la Güera simpatizó desde entonces con los ideales
liberales de su bienamado Simón Bolívar.
El 10 de octubre de 1803 llegó a la capital, proveniente
de Acapulco, Federico Enrique Alejandro von Humboldt. El virrey Iturrigaray
agasajó con el boato debido a tan distinguido personaje. Virreyes iban y venían,
y la Güera era la invitada vitalicia a las reuniones que ella engalanaba con su
radiante presencia, regiamente ataviada y enjoyada, con su voz argentina prodigando
la gracia traviesa de sus palabras o aplicando su ingenio mordaz y cáustico al
vacuo quídam. Ella y el barón Humboldt casi no se apartaban en los festejos. El
9 de diciembre asistieron juntos a la ceremonia de gran pompa y solemnidad para
descubrir la estatua ecuestre de Carlos IV en la Plaza Mayor, obra del
valenciano Manuel Tolsá. La Güera le expresó su opinión a su acompañante,
descalificó las dotes escultóricas de Tolsá para plasmar la realidad, a no ser
que éste tuviera como modelo a un caballo extrañamente dotado de sus atributos
de macho, o impotente con las yeguas del corral; la conseja popular cuenta que,
desde entonces, a esta monumental estatua se la conoce como “el caballito”. El
barón extendió su estancia. Más allá de sus investigaciones científicas, la
geología y la geografía descubrió el estrato de la pasión que no ejercían sobre
él minas y montañas, embargado de fascinación dejó fe por escrito de la
hermosura de María Ignacia que no era fábula ni conseja.
Viuda de José Jerónimo en 1805, María ignacia volvió a
contraer nupcias con el acaudalado vejete Briones. Pronto murió éste, dicen que
con una sonrisa imborrable. María Ignacia quedó embarazada. El carácter
decidido de la garrida Güera se manifestaría en toda oportunidad, el
temperamento no se atempera de forma selectiva, se es un convencido de, "a
grandes males, grandes remedios", o se es un mansueto que acepta su destino ineluctable diseñado por otros. Al
enviudar la Güera, los parientes de Briones dijeron que el preñado de la viuda era
sólo mañoso artificio con el fin de recibir en herencia todo el grueso caudal
del difunto. Los parientes acusaron legalmente a la viuda de una pretendida
sustitución de infante y entablaron juicio para apoderarse de la herencia del vástago
huérfano antes de nacer. La jocunda María Ignacia, al sentir los fuertes
dolores de parto del que acarreaba en su seno, salió a la puerta de su casa,
hizo entrar en su residencia hasta seis señores que pasaban muy tranquilos por
la calle a la iglesia a oír misa o a su trabajo, les pidió que subiesen a su
alcoba, a lo que accedieron gustosos los azorados que testificaron el acto de
alumbramiento, como lo hacían en los partos reales los Monteros de Espinosa. La
recién nacida fue bautizada Victoria entre otros varios nombres.
María Ignacia y sus apasionados amoríos no pasarían a la
historia, sino como un anecdotario comparativo de la molicie, blandura e
inmunidad en el relajamiento de costumbres cortesanas imperantes en las cortes
europeas, de no ser por la influencia que ejerció en asuntos de Estado. El cura
Hidalgo le agradeció su participación hidalga -en el más amplio sentido de la palabra-
en la Conspiración y su apoyo económico a la Causa. Una vez dado el “grito” de
Dolores, María Ignacia fue denunciada por el espía Juan Garrido. “El Tribunal
de la Fé” identificado con la voluntad del rey la citó a una comparecencia.
Debía responder a los cargos por los que la acusaba la temida Santa
Inquisición: simpatizar abiertamente con la Causa, favorecerla en lo privado y
ayudarla con grandes sumas de dinero.
La Güera Rodríguez acudió puntualmente a la cita. Altiva
cruzó con garbo por las apenumbradas estancias llenas de grave silencio en el
ambiente sombrío con muebles espectrales. Fresca como una lechuga, la
exquisitamente perfumada acusada se sentó en el banquillo de los acusados.
Frente a ella estaban sentados sus tres inquisidores solemnes de negras
vestiduras y bonetes de pico, cada cual apoltronado en su sillón respectivo de
madera repujada con altísimo respaldo detrás de un bufete de gran largor y poca
anchura encubierto de terciopelo rojo damasco, al centro los tres inquisidores,
en ambos extremos sendos cirios pascuales iluminaban la fría cámara en la
penumbra, un solitario gran Cristo producía sombras en movimiento acompasado
con el parpadear de las luces mortecinas. La peripuesta con especial esmero
para la ocasión con un pronunciado escote, imponía una aguda nota discordante
en la atmósfera que caía a plomo en el pesado silencio de la temible “Casa Chata”.
Con toda tranquilidad desplegó su abanico de nácar y empezó a agitarlo frente a
su pecho con suave parsimonia, en tanto los santos varones se disponían a juzgarla
por nefandos delitos castigados con cárceles perpetuas, por decir lo menos, sin
mencionar hogueras con leña verde para prolongar el martirio. Antes de abrir
boca los inquisidores la voz de la acusada les atronó las orejas, bien claro y
sin eufemismos les descubrió sus grandes secretos. En los tres graves varones
puso toda la malignidad de su lengua hasta encenderles los rostros,
preguntándoles con la mayor llaneza si ellos eran esto o aquello. Un inquisidor
había intentado tener con ella retozones deslices, a otro, pariente suyo, le
sabía bien algunas ocultas trapisonadas con las que sobrellevaba su vida
acética a semejanza del tercero.
La Güera no puso pie en mazmorra alguna, contrariamente
a lo esperado en tiempos de Dña. Josefa Ortíz de Domínguez enclaustrada y
separada de sus 14 hijos desde “El Grito" de Independencia hasta 1817. Por
boca de María Ignacia su proceso salió a la luz pública. El virrey-arzobispo,
Lizana y Beaumont, para que no se siguiera haciendo mofa del suceso en todos
los saraos virreinales, condenó a la Güera al destierro... en Querétaro. Ella
partió y pronto regresó a la capital al serle perdonada su ridícula condena,
para beneplácito de un notario que dejó en el olvido sus protocolos en aras de
su obstinación amatoria, de un médico barrigote que ya no atinaba con sus récipes, de un maestro togado y de sus
alumnos de birrete que no lograban curar el mal de esta Juana Tenorio que no se
cura con remedio de botica.
El coronel realista Agustín de Iturbide, de aventajada
presencia en la flor de la edad, modales cultos y agradables, de hablar grato e
insinuante y bien recibido en la sociedad, se entregó sin templanza a las
disipaciones de la capital, provocando graves disensiones en su familia. Vivía
separado de su rechoncha esposa potosina, la riquísima Ana María Huarte, cuando
conoció a la cuarentona Güera Rodríguez. Juntos, demasiado juntos rezaban en
una casa del Puente Quebrado. La pasión llegó a tomar tanta violencia en el
corazón de Agustín como en el de María Ignacia. La Güera, siempre insurgente de
corazón en más de un sentido, asistía a las juntas de notables donde se
trataban los asuntos de política. Fernando VII, ante el ímpetu de los liberales
en la Península que tomaba fuerza y temiendo un final sin cabeza como el de Luís
XVI, de su puño y letra le escribió una misiva al virrey Apodaca indicándole
que, con el mayor sigilo, promoviera la independencia de la Nueva España de tan
urgente necesidad para refugiarse en caso de tener que huir la familia real a
América, y que se proponía ofrecerle el gobierno de la Nueva España a un
infante español. Surgió la necesidad de poner un militar mexicano de toda la
confianza del virrey al frente de este movimiento, para acaudillar la revolución
y proclamar la Independencia. La Güera Rodríguez muy metida en el ajo tuvo en
sus manos esta misiva y propuso a su amado coronel. Según Del Valle Arizpe esta
propuesta la secundaron los conspiradores con mayor autoridad y quién mejor para
esta misión, que el tan rezandero que al
caer la tarde diariamente ponía a su tropa en campaña a rezar de rodillas el
Santo Rosario. Por intrigas de la Güera con el virrey Apodaca, el
capitán Agustín de Iturbide fue nombrado capitán para ir a pactar con los
insurgentes.
Iturbide mantenía a su amada al tanto de todos los
acontecimientos en campaña, su carteo diario en el que le confiaba sus secretos
lo firmaba con el seudónimo femenino de Damiana
–por cierto, a la damiana se le atribuyen poderes afrodisíacos--. Diez
años después de "El Grito" se dieron por terminadas las hostilidades
entre realistas y el último reducto insurgente debatiéndose en las
escabrosidades del Sur, pacto simbolizado con el Abrazo de Acatémpan que
llevaron a cabo el melindroso y peripuesto Iturbide y Don Vicente Guerrero,
último insurgente que continuó la lucha tras haber caído Morelos y todos los
demás próceres insurgentes "para
reducir el abismo que existe entre la riqueza de la Corona y la miseria del
pueblo de México", los ideales de "El Grito" habían
cambiado. Con
ardoroso entusiasmo y alegría se proclamó el Plan de Iguala seguido de un tedéum solemne, fueron
grandes las alegrías y festejos en Iguala. México se independizaba del reino
español para establecerse una monarquía democrática independiente avanzada para
la época. [Vasconcelos] La influencia de la Güera en este pacto de paz quedaría
de manifiesto en el diario carteo con Damiana.
En medio de gran algazara
popular, repique de campanas y estallido de cohetes, el
Primer Jefe del Ejército Libertador Agustín de Iturbide entró triunfal a la
Ciudad de México el venturoso 27 de septiembre de 1821, al frente de su
deslumbrante Ejército Trigarante o de las Tres Garantías, a saber, Religión, Independencia y Unión, a lo
que se deben los tres colores de la bandera nacional. Después de recibir las llaves de oro
de la ciudad, Iturbide modificó la ruta del desfile del Ejército Libertador
para pasar por la calle de la Profesa frente a la "Casa Morada" de Doña
María Ignacia que lo aguardaba resplandeciente. Luciendo
cual figurín su uniforme de gala y gran penacho tricolor en su gran sombrero de
empanada, Agustín detuvo la columna frente al balcón donde se asomaban los ojos
guiados por el alma, desprendió del sombrero una de las simbólicas plumas
tricolores que en él ondeaban y la envió a la traviesa. Ella la tomó entre sus dedos y se
acarició con voluptuosa delectación el rostro una y otra vez, y otra vez más, ante
la pasmada admiración de todos los testigos involuntarios. Por
el aire diáfano de aquella mañana limpia como un diamante bajó la sonrisa de
ella a pagarle a su amante la rendida fineza.
El protervo Fernando VII desconoció su misiva enviada al
virrey Apodaca, ésta nunca apareció, probablemente por fidelidad de alguno de
sus súbditos. Apodaca fue destituido tras desconocer el Tratado de Iguala pactado por Iturbide y don Vicente. En
México prevalecía la incertidumbre de los partidos políticos antagónicos, los absolutistas
y los liberales.
Llegó el
virrey Juan O 'Donojú. Iturbide aprovechó su llegada para pactar con él el Plan de Córdoba que legalizó el Plan de Iguala de febrero anterior, finalizó
la guerra y consumó la Independencia el 24 de agosto de 1821. Fernando VII,
obviamente, desconoció también el Plan de
Córdoba. Pasaban los meses y México seguía en la indefinición. Iturbide, en
virtud de una asonada se convirtió en Agustín I, Emperador de México. La Güera
le previno, "Guárdate de aceptar la corona, Damián, los coronados pierden la cabeza", esta profecía podría
tomarse también en sentido figurado. El último virrey O' Donojú pronto murió dejando a su viuda
sufriendo grandes penurias atrapada en el fuego cruzado, Fernando VII no la
aceptaba por haber firmado su marido el Tratado
de Córdoba, las Cortes de España en el poder tampoco la querían porque su
marido había firmado el tratado con Iturbide sin tomar en cuenta a las Cortes y
los hermanos masones mexicanos nunca le
dieron un tejo de oro para aligerar
su penuria; a su muerte, la Güera le mandó decir misas.
Agustin I
fue ungido Emperador en la Catedral metropolitana con boato desenfrenado y una
comitiva imperial intentando semejarse a las coronaciones europeas que sólo
conocían en estampas. Doña María Ignacia no quiso ocupar puesto alguno en la
corte que había desaprobado de antemano. Diez meses después las logias rivales
derrocaron el Imperio. Agustín a secas salió al destierro en 1823, no toleró la
nostalgia, un año después regresó a su tierra y fue fusilado. El iturbidismo
pasó a la historia como un sistema de gobierno infamante.
La dos veces viuda de 45 años dispuso que era hora de
sentar cabeza. Correspondió los requiebros amorosos del galán más solicitado
entre las damas del virreinato, el chileno don Juan Manuel Elizalde. Se dice
que lo conoció en una solemne cantamisa con muchos padrinos, numerosas luces,
flores, bastante estoraque e incienso,
a través de cuyas fragantes y barrocas humaredas se descubría el precioso tisú brochado de la casulla de piracanto. Pasó a terceras bodas la
donairosa dama.
Al lado de éste su último marido, Doña María Ignacia
dedicó su vida a obras pías dentro de la Tercera Orden de San Francisco, en la
que ella profesó y vistió su hábito hasta el fin de sus días. Tras una fuerte
calentura que le atacó un órgano vital dejándola paralítica, murió en su "Casa
Morada" en el No. 6 de la 3a. calle de San Francisco [hoy Av. Madero] el
1° de noviembre de 1850. Su viudo tomó el hábito filipense y obsequió todas las
joyas de María Ignacia a una de las imágenes de la Virgen en la Iglesia de la
Casa Profesa, al tiempo se ordenó sacerdote.
El hijo y
las tres hijas de María Ignacia formaron cuatro ramas de las familias con mayor prosapia de
la sociedad de México. Sabido es que en la improvisada nobleza mexicana no hay
el don sin el din del
dinero, nobleza minera de moneda chinita reluciente. La Güera y sus tres
hijas eran conocidas como Venus y las Tres Gracias con ojos cuales estrellas
centelleantes que deslumbraban al sol. Ni tardas ni perezosas las Gracias María
Josefa, María de la Paz y María Antonia, aprendieron de su madre a mover bien
el abanico en los saraos, obteniendo dones y dines, sus títulos no cabrían en una tarjeta de presentación si
ésta no fuera una larga serpentina. La primera casó con el conde de Regla don
Pedro José Romero de Terreros y Rodríguez Sáenz de Pedroso, la segunda con don
José María Rincón Gallardo y Santos del Valle, marqués de Guadalupe Gallardo y
mayorazgo de Ciénega de Mata, la tercera con don José María Echeverz Espinal de
Valdivieso y Vidal de Lorca, marqués de San Miguel de Aguayo y Santa Olaya. Pero,
por lo que se sabe, éstas no sólo no heredaron las joyas de su progenitora,
tampoco su corazón liberal ni su talento. A reserva de que hubiese habido algún
cambio imprevisto, el rostro de María de la Paz puede verse en el óleo de la
Virgen de los Dolores que se encuentra con mucho culto y veneración en el
templo de la Profesa en la Ciudad de
México. La Condesa de Regla María Josefa prodigó sus favores a su tocayo,
nuestro primer Presidente Félix María Fernández mejor conocido por Guadalupe
Victoria y, de forma simultánea, a Joel Poinsett, el primer embajador de
Estados Unidos en México.
Era Poinsett de bella presencia, inteligente, bribón y
de resonante impopularidad en la sociedad capitalina que frecuentaba.
Estableció logias masónicas de ritos Yorkinos para enfrentarse a las
establecidas en México de los católicos escoceses. En ambas, con pérfida
sutileza de manejos fomentaba bien entre los insalubres políticos mexicanos mil
odios y abría divisiones infranqueables, lo que se proponía este mentecato
señor. “Poinsett quiso adelantar sus negociaciones con ayuda de una especie
de alianza con los liberales, (…) descendió hasta la calumnia para destruir la
influencia de una bella favorita [la
condesa de Regla] del Presidente Victoria, ...confesó que la había empleado
para lograr sus propósitos”. [J. Fred Rippy] La condesa de Regla murió en Nueva York, está
enterrada en la catedral de San Patricio, se llevó a la tumba secretos que
terminarían de un tajo con mitos y leyendas de este episodio de nuestra
historia.
La Güera Rodríguez desapareció de la historia patria en
sus versiones para niños o adultos, no obstante su participación hidalga e
influencia en los asuntos de Estado. Su vida licenciosa fue llevada a la
pantalla en versiones parciales y descontextualizadas. La mayoría de mexicanos
no se adueñan de este pasado que les pertenece, a diferencia de la insurgente
Pompadour presente en su justa dimensión de grandes luces y sombras en la mente
de los franceses. Permanece propiamente en el olvido de los mexicanos la
insurgente Dña. María Ignacia Javiera Rafaela Agustina Feliciana un tanto
cuanto pícara, que con su deslumbrante presencia y singular hermosura le da su
íntima y acabada razón al cuadro de la época de finales de la Colonia, al
ambiente de la sociedad virreinal durante el período de la Insurrección que
terminó con el Abrazo de Acatémpan, al surgimiento y la caída del Imperio de
Agustín I. Doña María Ignacia vivió hasta ver la mutilación de la República
Mexicana en virtud de la Guerra de Tejas para la que Joel Poinsett fue enviado
como peón de avanzada. Las causas podrán olvidarse, sus efectos perduran.
elenaespinosa29@gmail.com
De Fossey, M.: Le
Mexique, p. 182; París, 1857.
Romero De Terreros Vinent, M. [marqués de San
Francisco]: Ex Antiquis Bocetos de la
vida social de la Nueva España;
México, D.F., 1944.
Del Valle Arizpe, A.; La Güera Rodríguez; México, D.F., 1949



No hay comentarios:
Publicar un comentario