martes, 20 de noviembre de 2012

Ni por dónde empezar (Parte 2)


Lo primero que me vino a la mente fué un incidente que sucedió en 1914 durante la revolución: La Tía  Tina embarazada de Pancho agarrando con fuerza la mano del racimo de sus hijitos corriendo en medio del fuego cruzado en las calles, decidida a llegar al Consulado de Alemania en la provincia donde radicaba. El cónsul gozando de inmunidad diplomática acogió a Tina y sus hijos, su marido había sido apresado, o fusilado quizá, por los revolucionarios que habían tomado la plaza y andaban a la caza del gobernador del estado, precisamente el marido de Tina. Tal como consta en los anales de nuestra Historia Patria, el simple tamborileo de los temibles yaquis sonorenses sumados a las filas del general Álvaro Obregón, hacía huir a los habitantes de la población que atacaría "el general invicto" en su avance desde Sonora. A diferencia de otras ocasiones, Tina no pudo salvar a su marido ultimado por los enemigos del Gobierno en turno sujeto a las vicisitudes revolucionarias desde la caída de Don Porfirio, así que cuando le permitieron entrar a ver a su marido preso en la cárcel de la entidad, el costalito con monedas de oro que se echó al buche no pudo utilizarlo para sobornar a los carceleros como se lo proponía, su marido se lo impidió al advertirle que si alguien sospechaba siquiera su contenido, los mataba a ambos.

Dos años después de esta escena, Tina aparece en una fotografía tomada a un grupo de asistentes a una boda. En este estudio fotográfico posan los novios al centro apegados al estilo de la época que demanda el fotógrafo en su dominio, la madrina Tina luce arrogante cual zarina rusa viendo de medio perfil a la cámara en actitud desafiante, sobriamente alhajada, garbosa porta su atuendo confeccionado en su totalidad por ella, vestido largo de encaje negro de Bruselas con mangas ceñidas a sus brazos hasta la muñeca donde rematan sus guantes de seda, en su sombrero de paja de ala ancha, un tanto ladeado con coquetería, destaca una gran flor de organza. Esta imagen congelada, para mi sorpresa, originó la precipitación en cascada de anécdotas, leyendas y mitos salidos de la imaginación de La Tía Tina, y la mía también, que me remiten a los antecedentes de su fortaleza que, reproducida en mayor o menor grado por millones de mujeres que conservaron a este país de pie, no eran las paradigmáticas soldaderas que también se perdieron en el anonimato.

Tras quitarle sus amarras a la imaginación sometida a la cultura digerida en imágenes, me transporto a la hacienda sinaloense del siglo XIX, donde la fantasía se vuelve realidad y la realidad fantasía.

El papá de Tina, Hernando Montero, nació en Burgos. Ya había cumplido 21 años de edad cuando llegó a Sinaloa en compañía de su hermano mayor Emanuel con el fin de tomar posesión y trabajar las tierras que la Corona le había concedido a su padre, totalmente desinteresado en abandonar su terruño ibérico. La propiedad de Hernando abarcaba una dimensión tal, que no se recorría de principio a fin cabalgando a buen trote durante todo un día. Esta dimensión se incrementó más aún, en razón de que Emanuel fue a Roma para ordenarse sacerdote, se arrepintió al momento de hacer el voto de celibato, pero en México Emanuel ya había hecho voto de pobreza cediendo todos sus bienes a su hermano Hernando, ríos, montes y lagos incluidos.


Hernando volcó en sus tierras el mayor esfuerzo y trabajo. Al tiempo, el rubio de ojos verde claro y donosa presencia de 28 años de edad, ya vuelto Don Hernando, contrajo nupcias con Altagracia,  niña de 14 años de edad de frágil apariencia cual figura de porcelana, hija de la templadísima hacendada viuda cuya finca colindaba en algún punto con la propiedad de Don Hernando, así que por la vía matrimonial se resolvió el agrio conflicto por zonas limítrofes del agostadero donde pastaba el ganado de ambas haciendas en tiempos de secas. Son los tiempos del derecho de pernada, la muchacha que se casara con un peón del hacendado pasaba su primera noche de bodas con el patrón si éste la requería. Esta disposición también vigente en la Europa de tradición latina, no era el caso en la hacienda de la viuda, sino el de sus peones rebelados contra la autoridad femenina que ella hacía valer a fuetazo limpio, no obstante haberse quedado coja al caerse del caballo durante una de tantas aplicaciones de su autoridad.

De regreso en Sinaloa, el renegado Emanuel requirió en amores a  la templadísima viuda suegra de Hernando. Uno sólo puede imaginarse el nudo gordiano que ató a todos sus protagonistas sin oportunidad de desatarse, sino por un hachazo a la usanza de Alejandro Magno. La hija de la viuda sacó a relucir su carácter férreo que la caracterizó toda su vida, en esta ocasión lo puso en práctica no volviendo a ver a su madre jamás. Esta decisión draconiana no fue un berrinche de nena consentida o algo que se le parezca, a sus 13 años de edad Altagracia, como hija mayor de la hacendada viuda, tenía la obligación de encargarse de la catequización, la salud y el esparcimiento de la comunidad de peones y sus familias, les curaba la alferecía metiéndolos en una tina de agua con cal, los salvaba de morir irremediablemente de pulmonía poniendo en práctica sus habilidades quirúrgicas de azaroso resultado con una incisión en "la paleta" de la espalda hasta sangrar, para los cólicos menstruales administraba a sus pacientas el remedio mundialmente utilizado llamado  Paregórico a base de opio surtido en la botica de Pericos, o Agua Salada, o de la capital Culiacán, la botella con alcohol en el que se ha remojado mariguana durante semanas hasta tomar ese color verde oscuro no faltaría nunca en su maletín médico para frotaciones a los reumáticos, a las parturientas les purificaba la sangre con una poción de sasafrás bebida durante 40 días como agua de uso, receta replicada para aliviar crisis de camoyas, una taza de leche hervida con flor de saúco era remedio infalible para la "tos perra" o la flor machacada con la corteza del arbusto se convertía en emplaste para las llagas, en todos los casos anteriores una copiosa purga de aceite de ricino era el preámbulo indispensable, y si todo fallase, antes de cumplir 14 años la niña los ayudaba a bien morir para luego conducir los rezos del velorio durante toda la noche y el rosario del novenario con la letanía completa, excepto aquella vez que no pudo velar al difunto que se había batido a machetazos con su compadre zapatero, porque a medio velorio estalló el muertito, la niña-cirujana doctorada en el sistema prueba-error, había hecho una filigrana de su remiendo al destripado con el hilo y la aguja del compadre zapatero, cuando no se conocía la esterilización y Pasteur no daba color, así que el que contrajera rabia y todas sus pertenencias, incluyendo su casa con todos sus enceres, eran incinerados.


En medio de las eventualidades médicas mayores y menores, al caer la tarde la niña les narraba a los reunidos en el portal del casco de la hacienda, cuentos rebosantes de fantasía inspirados en la cultura regional, el negrito que meaba la masa y meaba el caldillo del monstruo hasta que el negrito liberó a la princesa cautiva, el de "componte bola" que con esta orden dada por el héroe del cuento surtía de golpes a sus enemigos, el del gallito que cantaba, "kikiriquí, nalgas de vieja comemos aquí" así revelándole al señor de la casa los ingredientes que tenía el guiso que le sirvió  su esposa a la que no le alcanzaba el gasto, el recién casado que fue a comprar café con leche y no volvió hasta que recuperó la memoria al escuchar el diálogo de dos periquitos entrenados por la esposa abandonada, el de la serpiente de siete cabezas que resguardaba la prisión de la hija del rey enemigo, por mencionar algunos cuentos del amplísimo repertorio de la niña que continuó narrando a sus nietos hasta morir de vieja con lucidez singular.

A Hernando Montero su esposa niña jamás lo tuteó, ni nunca le llamó por su nombre de pila, sino por su apellido a la usanza sinaloense, no obstante procrearon a 15. La prole Montero tenía un curtido papá extremadamente permisivo y una mamá menudita de figura exquisita extremadamente estricta que disponía de 60 criadas dedicadas a acicalarla, unas le secaban con toallas de lino su larga cabellera y la cepillaban hasta dejarla relumbrante y lista para peinarla de gran chongo, otras más se encargaban de su guardarropa y de vestirla hasta quedar abotonado el último de la serie de botoncitos en sus mangas, en tanto las aprendices se afanaban en regresar a su estado original los aposentos alborotados durante gran parte de la mañana. La regiamente ataviada no le daba descanso a su cuero siempre al alcance de su mano para meter en cintura a sus hijos varones sin rey ni ley,   se sabían dueños de todo lo que alcanzaban a ver y hasta más allá del horizonte, hubo vez que a sus dos hijos mayores, a los que sus hermanos les decían "los tobalones" por su gran corpulencia, los colgó del cuello a un árbol, hasta jurarle a su mini mamá que no volverían "a las andadas".

La adolescente Tía  Tina, cuya autoridad sobre sus hermanos y hermanas era indiscutible, y también sobre su mamá que no hacía malos quesos en eso de ser autoritaria, a su papá simplemente lo mandaba con los ojos la consentida. Todos en esa casa sabían que los zapatos de raso color de rosa que Don Hernando había comprado en la capital se los había traído a Tina, para resentimiento perpetuo de sus hermanas que murieron de viejas.



La indomable adolescente que cacheteó al cura que la confesaba por razones ocultas para el resto de la humanidad, la mediadora entre sus papás cuando su mamá se ausentaba durante semanas a sus retiros espirituales en una choza en la punta de un cerro sin permitir que nadie le llevara alimento alguno, según la versión oficial, pero  extraoficialmente, porque Don Hernando ejercía su derecho de pernada más a menudo que frecuentemente, Tina ya entradita en años se casó con el mejor partido de los alrededores, militar de carrera de altos vuelos egresado del Colegio de Cadetes. No existe razón por la que su carácter dominante cambiara al casarse con el militar traga lumbre, convertido en un manso corderito sometido a los caprichos de su esposa que no se paraba en mientes para defender su territorio, "Si eres hombre Francisco, demuéstramelo ahora mismo, mi hermano Alberto abusando de nuestra hospitalidad me ofendió", el hermano bragado que había intentado chotear a su hermana panzona de La Pelancha, le sujetó con fuerza las muñecas para evadir sus cachetadas y huyó despavorido de esa casa, antes que liarse a puñetazos con su cuñado apreciabilísimo, ya que, segurísimamente, el cuñado nunca jamás usaría la pistola que Tina le puso en la mano para escarmentar a Beto.

La Tía Tina, quien quedaría viuda a tan solo siete años de casada, sobrevivió los primeros meses de su viudez gracias al oro con el que intentó inútilmente sobornar a los carceleros de su marido preso en una mazmorra. Pronto Tina se integró a la modernidad, de ser una muñeca consentida sin haber recibido la afrenta de hacer groseros trabajos de casa ni labores manuales cual ninguna, con institutrices que introdujeron a la prole Montero a sus primeras letras, chiqueada por su amoroso marido rendido a sus pies, tomó la decisión de aprender corte y confección de alta escuela y a domeñar su resistencia a la magia blanca de la máquina de coser con pedal a la que nunca se había acercado, no'más faltaba, reto superado que sirvió de ejemplo a dos de sus hermanas que también revolcó la Revolución y no tenían hacia donde voltear, aunque parezca increíble su papá se había quedado en la ruina.

A Don Hernando lo arruinó la Revolución para la posteridad, esa posteridad a la que se le ocultan los secretos familiares, pero la Revolución ni apuntaba cuando Don Hernando había perdido todo lo que poseía en esta tierra apostándolo en juegos de azar, así como por los despojos arbitrarios de los gobernantes en turno, incluyendo cerros, ríos, lagos y selva de maderas preciosas, en una sola apuesta al as de bastos en un  albur perdió 4 mil reses, como quitarle un pelo a un gato. La crisis familiar llegó a su clímax, su esposa puso tierra de por medio y llegó a la Ciudad de los Palacios con sus dos hijas menores de diez y ocho años de edad. Su llegada coincidió con el deslumbrante desfile del Centenario de la Independencia en el que Don Porfirio echó la casa por la ventana hasta asombrar a la realeza europea y asiática invitada y al selecto grupo de mandatarios, cuyos cortejos en landós y carruajes relucientes tirados por caballos enjaezados desfilaron ante las niñas azoradas que su mamá no soltaba de la mano. Altagracia tomó la drástica decisión de abandonar para siempre su tierra, dispuesta a enfrentarse a las consecuencias cualesquiera que fueran y, para abrir boca, las tres llegaron a la casa de un tal licenciado X, quien había prometido a los hijos de Don Hernando  recuperar el patrimonio familiar que alevosamente se había apropiado el gobernador de Sinaloa.

El trío de arrimadas en casa del "leguleyo de cuartilla", para bien y para mal muy pronto fueron acogidas por La Tía Tina en su casa de Tlálpan, domicilio conyugal en razón de que el que NO mandaba en esa casa tenía un cargo importante en la Escuela Militar de Aspirantes. Las invitadas ya sabían a lo que le tiraban, el historial de Tina no se podía pasar por alto: Tina pertrechada dentro de su casa en las afueras de Saltillo, en ausencia de su marido comisionado en la capital y rodeada de niños y nanas exclusivamente, a punta de balazos desde su balcón del primer piso y luego trepada en la azotea evitó el asalto del grupo villista de a caballo que huyeron despavoridos, y que Tina con un salvoconducto viajó por ferrocarril de Monterrey a la Capital acarreando un gran cesto de mimbre en el que escondió a su marido debajo de sus estambres que ella utilizaría para tejer muchos, muchos chales, así salvándolo del paredón revolucionario, hazaña repetida en otra ocasión, pero desde Sonora y en vez de cesto el marido se escondió bajo su enagua de doble vuelo, mientras Tina abanicándose y en la otra mano un pince-nez  se hacía pasar por maestra de francés contratada por algún  personaje en el poder en turno.

Al tiempo de permanecer en casa de La Tía Tina, llegó el día en el que el marido tenía que tomar posesión como gobernador de su Estado. La mamá y sus dos hijitas menores vieron el cielo abierto, ya no debería defenderlas de la irascible Tina su marido. Quedaron aposentadas en la Capital en una casa en la calle de Las Artes de zaguán con portón apolillado que las separaba de la Revolución en curso con jinetes encarabinados desfilando por su calle luciendo orgullosos sus 30-30 como en una danza macabra. En ese domicilio permanecieron encerradas mamá e hijitas sin poder comprar un grano de arroz con los billetes bilimbiques  guardados en un arcón y que perdían su valor nominal de acuerdo a los altibajos de los caciques que se habían apoderado y/o dominaban tres cuartas partes de México. De vez en vez se aparecía uno de los hijos desbalagados con monedas de oro, único medio para comprar comida, o con los pesos de plata acuñados en Chihuahua por Villa, canjeables en EU a la par del dólar, sin preguntar mucho de su procedencia, ya que circulaban en la frontera donde Villa contrabandeaba armas. En esa casa falleció, en 1917, Don Hernando porque se bañó en una tina con agua muy caliente después de haber comido sandía muy fría, que, como todo mundo lo sabía, fue una imprudencia imperdonable cuando recién había llegado de su agotador viaje de más de un mes, en parte viajando en carroza tirada por caballos y en parte en ferrocarril para tramitar con un sinaloense en el candelero la devolución de su propiedad que le quitó a la mala un gobernador de Sinaloa ya caído en desgracia. Dos meses después su penúltima hija cruzó el zaguán apolillado del brazo de su único hermano vivo escrupulosamente trajeado de pies a cabeza, ella portaba un vestido de novia sin planchar recién desempacado de su envoltura del almacén El Puerto de Veracruz, para casarse en la capillita aledaña al templo  de San Felipe de Jesús en la Avenida Madero, cuando Tina, la hermana mayor de la novia, recién se había reinventado.


Quedan en el aire varios hechos que escapan a mi memoria y a mi imaginación, pero que tal si vuelvo a parpadear uno de estos días….todo puede suceder.

1 comentario:

  1. Me encantó el relato (no tan corto) entre autobiografía ficción y realismo mágico. Una encantadora mezcla.

    (Comentario desde cuenta de Google)


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