Lo primero que me
vino a la mente fué un incidente que sucedió en 1914 durante la revolución: La
Tía Tina embarazada de Pancho agarrando
con fuerza la mano del racimo de sus hijitos corriendo en medio del fuego
cruzado en las calles, decidida a llegar al Consulado de Alemania en la
provincia donde radicaba. El cónsul gozando de inmunidad diplomática acogió a
Tina y sus hijos, su marido había sido apresado, o fusilado quizá, por los
revolucionarios que habían tomado la plaza y andaban a la caza del gobernador
del estado, precisamente el marido de Tina. Tal como consta en los anales de
nuestra Historia Patria, el simple tamborileo de los temibles yaquis sonorenses
sumados a las filas del general Álvaro Obregón, hacía huir a los habitantes de
la población que atacaría "el general invicto" en su avance desde
Sonora. A diferencia de otras ocasiones, Tina no pudo salvar a su marido ultimado
por los enemigos del Gobierno en turno sujeto a las vicisitudes revolucionarias
desde la caída de Don Porfirio, así que cuando le permitieron entrar a ver a su
marido preso en la cárcel de la entidad, el costalito con monedas de oro que se
echó al buche no pudo utilizarlo para sobornar a los carceleros como se lo
proponía, su marido se lo impidió al advertirle que si alguien sospechaba
siquiera su contenido, los mataba a ambos.
Dos años después de
esta escena, Tina aparece en una fotografía tomada a un grupo de asistentes a
una boda. En este estudio fotográfico posan los novios al centro apegados al
estilo de la época que demanda el fotógrafo en su dominio, la madrina Tina luce
arrogante cual zarina rusa viendo de medio perfil a la cámara en actitud desafiante,
sobriamente alhajada, garbosa porta su atuendo confeccionado en su totalidad
por ella, vestido largo de encaje negro de Bruselas con mangas ceñidas a sus
brazos hasta la muñeca donde rematan sus guantes de seda, en su sombrero de
paja de ala ancha, un tanto ladeado con coquetería, destaca una gran flor de
organza. Esta imagen congelada, para mi sorpresa, originó la precipitación en
cascada de anécdotas, leyendas y mitos salidos de la imaginación de La Tía
Tina, y la mía también, que me remiten a los antecedentes de su fortaleza que,
reproducida en mayor o menor grado por millones de mujeres que conservaron a
este país de pie, no eran las paradigmáticas soldaderas que también se
perdieron en el anonimato.
Tras quitarle sus
amarras a la imaginación sometida a la cultura digerida en imágenes, me
transporto a la hacienda sinaloense del siglo XIX, donde la fantasía se vuelve
realidad y la realidad fantasía.
El papá de Tina,
Hernando Montero, nació en Burgos. Ya había cumplido 21 años de edad cuando llegó
a Sinaloa en compañía de su hermano mayor Emanuel con el fin de tomar posesión
y trabajar las tierras que la Corona le había concedido a su padre, totalmente
desinteresado en abandonar su terruño ibérico. La propiedad de Hernando
abarcaba una dimensión tal, que no se recorría de principio a fin cabalgando a
buen trote durante todo un día. Esta dimensión se incrementó más aún, en razón
de que Emanuel fue a Roma para ordenarse sacerdote, se arrepintió al momento de
hacer el voto de celibato, pero en México Emanuel ya había hecho voto de
pobreza cediendo todos sus bienes a su hermano Hernando, ríos, montes y lagos
incluidos.
Hernando volcó en
sus tierras el mayor esfuerzo y trabajo. Al tiempo, el rubio de ojos verde
claro y donosa presencia de 28 años de edad, ya vuelto Don Hernando, contrajo
nupcias con Altagracia, niña de 14 años
de edad de frágil apariencia cual figura de porcelana, hija de la templadísima
hacendada viuda cuya finca colindaba en algún punto con la propiedad de Don
Hernando, así que por la vía matrimonial se resolvió el agrio conflicto por
zonas limítrofes del agostadero donde pastaba el ganado de ambas haciendas en
tiempos de secas. Son los tiempos del derecho de pernada, la muchacha que se
casara con un peón del hacendado pasaba su primera noche de bodas con el patrón
si éste la requería. Esta disposición también vigente en la Europa de tradición
latina, no era el caso en la hacienda de la viuda, sino el de sus peones
rebelados contra la autoridad femenina que ella hacía valer a fuetazo limpio,
no obstante haberse quedado coja al caerse del caballo durante una de tantas
aplicaciones de su autoridad.
De regreso en
Sinaloa, el renegado Emanuel requirió en amores a la templadísima viuda suegra de Hernando. Uno
sólo puede imaginarse el nudo gordiano que ató a todos sus protagonistas sin
oportunidad de desatarse, sino por un hachazo a la usanza de Alejandro Magno.
La hija de la viuda sacó a relucir su carácter férreo que la caracterizó toda
su vida, en esta ocasión lo puso en práctica no volviendo a ver a su madre
jamás. Esta decisión draconiana no fue un berrinche de nena consentida o algo
que se le parezca, a sus 13 años de edad Altagracia, como hija mayor de la
hacendada viuda, tenía la obligación de encargarse de la catequización, la salud
y el esparcimiento de la comunidad de peones y sus familias, les curaba la
alferecía metiéndolos en una tina de agua con cal, los salvaba de morir
irremediablemente de pulmonía poniendo en práctica sus habilidades quirúrgicas
de azaroso resultado con una incisión en "la paleta" de la espalda
hasta sangrar, para los cólicos menstruales administraba a sus pacientas el
remedio mundialmente utilizado llamado Paregórico a base de opio surtido en la botica
de Pericos, o Agua Salada, o de la capital Culiacán, la botella con alcohol en
el que se ha remojado mariguana durante semanas hasta tomar ese color verde
oscuro no faltaría nunca en su maletín médico para frotaciones a los
reumáticos, a las parturientas les purificaba la sangre con una poción de
sasafrás bebida durante 40 días como agua de uso, receta replicada para aliviar
crisis de camoyas, una taza de leche hervida con flor de saúco era remedio
infalible para la "tos perra" o la flor machacada con la corteza del
arbusto se convertía en emplaste para las llagas, en todos los casos anteriores
una copiosa purga de aceite de ricino era el preámbulo indispensable, y si todo
fallase, antes de cumplir 14 años la niña los ayudaba a bien morir para luego
conducir los rezos del velorio durante toda la noche y el rosario del novenario
con la letanía completa, excepto aquella vez que no pudo velar al difunto que
se había batido a machetazos con su compadre zapatero, porque a medio velorio estalló
el muertito, la niña-cirujana doctorada en el sistema prueba-error, había hecho
una filigrana de su remiendo al destripado con el hilo y la aguja del compadre
zapatero, cuando no se conocía la esterilización y Pasteur no daba color, así
que el que contrajera rabia y todas sus pertenencias, incluyendo su casa con
todos sus enceres, eran incinerados.
En medio de las eventualidades médicas mayores y menores, al caer la tarde la niña les narraba a los reunidos en el portal del casco de la hacienda, cuentos rebosantes de fantasía inspirados en la cultura regional, el negrito que meaba la masa y meaba el caldillo del monstruo hasta que el negrito liberó a la princesa cautiva, el de "componte bola" que con esta orden dada por el héroe del cuento surtía de golpes a sus enemigos, el del gallito que cantaba, "kikiriquí, nalgas de vieja comemos aquí" así revelándole al señor de la casa los ingredientes que tenía el guiso que le sirvió su esposa a la que no le alcanzaba el gasto, el recién casado que fue a comprar café con leche y no volvió hasta que recuperó la memoria al escuchar el diálogo de dos periquitos entrenados por la esposa abandonada, el de la serpiente de siete cabezas que resguardaba la prisión de la hija del rey enemigo, por mencionar algunos cuentos del amplísimo repertorio de la niña que continuó narrando a sus nietos hasta morir de vieja con lucidez singular.
A Hernando Montero su
esposa niña jamás lo tuteó, ni nunca le llamó por su nombre de pila, sino por
su apellido a la usanza sinaloense, no obstante procrearon a 15. La prole
Montero tenía un curtido papá extremadamente permisivo y una mamá menudita de
figura exquisita extremadamente estricta que disponía de 60 criadas dedicadas a
acicalarla, unas le secaban con toallas de lino su larga cabellera y la
cepillaban hasta dejarla relumbrante y lista para peinarla de gran chongo,
otras más se encargaban de su guardarropa y de vestirla hasta quedar abotonado
el último de la serie de botoncitos en sus mangas, en tanto las aprendices se
afanaban en regresar a su estado original los aposentos alborotados durante
gran parte de la mañana. La regiamente ataviada no le daba descanso a su cuero
siempre al alcance de su mano para meter en cintura a sus hijos varones sin rey ni ley, se
sabían dueños de todo lo que alcanzaban a ver y hasta más allá del horizonte,
hubo vez que a sus dos hijos mayores, a los que sus hermanos les decían
"los tobalones" por su gran corpulencia, los colgó del cuello a un
árbol, hasta jurarle a su mini mamá que no volverían "a las andadas".
La adolescente Tía Tina, cuya autoridad sobre sus hermanos y
hermanas era indiscutible, y también sobre su mamá que no hacía malos quesos en
eso de ser autoritaria, a su papá simplemente lo mandaba con los ojos la
consentida. Todos en esa casa sabían que los zapatos de raso color de rosa que
Don Hernando había comprado en la capital se los había traído a Tina, para
resentimiento perpetuo de sus hermanas que murieron de viejas.
La indomable adolescente que cacheteó al cura que la confesaba por razones ocultas para el resto de la humanidad, la mediadora entre sus papás cuando su mamá se ausentaba durante semanas a sus retiros espirituales en una choza en la punta de un cerro sin permitir que nadie le llevara alimento alguno, según la versión oficial, pero extraoficialmente, porque Don Hernando ejercía su derecho de pernada más a menudo que frecuentemente, Tina ya entradita en años se casó con el mejor partido de los alrededores, militar de carrera de altos vuelos egresado del Colegio de Cadetes. No existe razón por la que su carácter dominante cambiara al casarse con el militar traga lumbre, convertido en un manso corderito sometido a los caprichos de su esposa que no se paraba en mientes para defender su territorio, "Si eres hombre Francisco, demuéstramelo ahora mismo, mi hermano Alberto abusando de nuestra hospitalidad me ofendió", el hermano bragado que había intentado chotear a su hermana panzona de La Pelancha, le sujetó con fuerza las muñecas para evadir sus cachetadas y huyó despavorido de esa casa, antes que liarse a puñetazos con su cuñado apreciabilísimo, ya que, segurísimamente, el cuñado nunca jamás usaría la pistola que Tina le puso en la mano para escarmentar a Beto.
La indomable adolescente que cacheteó al cura que la confesaba por razones ocultas para el resto de la humanidad, la mediadora entre sus papás cuando su mamá se ausentaba durante semanas a sus retiros espirituales en una choza en la punta de un cerro sin permitir que nadie le llevara alimento alguno, según la versión oficial, pero extraoficialmente, porque Don Hernando ejercía su derecho de pernada más a menudo que frecuentemente, Tina ya entradita en años se casó con el mejor partido de los alrededores, militar de carrera de altos vuelos egresado del Colegio de Cadetes. No existe razón por la que su carácter dominante cambiara al casarse con el militar traga lumbre, convertido en un manso corderito sometido a los caprichos de su esposa que no se paraba en mientes para defender su territorio, "Si eres hombre Francisco, demuéstramelo ahora mismo, mi hermano Alberto abusando de nuestra hospitalidad me ofendió", el hermano bragado que había intentado chotear a su hermana panzona de La Pelancha, le sujetó con fuerza las muñecas para evadir sus cachetadas y huyó despavorido de esa casa, antes que liarse a puñetazos con su cuñado apreciabilísimo, ya que, segurísimamente, el cuñado nunca jamás usaría la pistola que Tina le puso en la mano para escarmentar a Beto.
La Tía Tina, quien
quedaría viuda a tan solo siete años de casada, sobrevivió los primeros meses
de su viudez gracias al oro con el que intentó inútilmente sobornar a los
carceleros de su marido preso en una mazmorra. Pronto Tina se integró a la
modernidad, de ser una muñeca consentida sin haber recibido la afrenta de hacer
groseros trabajos de casa ni labores manuales cual ninguna, con institutrices que
introdujeron a la prole Montero a sus primeras letras, chiqueada por su amoroso
marido rendido a sus pies, tomó la decisión de aprender corte y confección de
alta escuela y a domeñar su resistencia a la magia blanca de la máquina de
coser con pedal a la que nunca se había acercado, no'más faltaba, reto superado que sirvió de ejemplo a dos de sus
hermanas que también revolcó la Revolución y no tenían hacia donde voltear,
aunque parezca increíble su papá se había quedado en la ruina.
A Don Hernando lo arruinó
la Revolución para la posteridad, esa posteridad a la que se le ocultan los
secretos familiares, pero la Revolución ni apuntaba cuando Don Hernando había
perdido todo lo que poseía en esta tierra apostándolo en juegos de azar, así
como por los despojos arbitrarios de los gobernantes en turno, incluyendo
cerros, ríos, lagos y selva de maderas preciosas, en una sola apuesta al as de
bastos en un albur perdió 4 mil reses, como quitarle un pelo a un gato. La
crisis familiar llegó a su clímax, su esposa puso tierra de por medio y llegó a
la Ciudad de los Palacios con sus dos hijas menores de diez y ocho años de
edad. Su llegada coincidió con el deslumbrante desfile del Centenario de la
Independencia en el que Don Porfirio echó la casa por la ventana hasta asombrar
a la realeza europea y asiática invitada y al selecto grupo de mandatarios,
cuyos cortejos en landós y carruajes relucientes tirados por caballos
enjaezados desfilaron ante las niñas azoradas que su mamá no soltaba de la
mano. Altagracia tomó la drástica decisión de abandonar para siempre su tierra,
dispuesta a enfrentarse a las consecuencias cualesquiera que fueran y, para
abrir boca, las tres llegaron a la casa de un tal licenciado X, quien había
prometido a los hijos de Don Hernando
recuperar el patrimonio familiar que alevosamente se había apropiado el
gobernador de Sinaloa.
El trío de arrimadas
en casa del "leguleyo de cuartilla", para bien y para mal muy pronto
fueron acogidas por La Tía Tina en su casa de Tlálpan, domicilio conyugal en
razón de que el que NO mandaba en esa casa tenía un cargo importante en la Escuela
Militar de Aspirantes. Las invitadas ya sabían a lo que le tiraban, el
historial de Tina no se podía pasar por alto: Tina pertrechada dentro de su
casa en las afueras de Saltillo, en ausencia de su marido comisionado en la
capital y rodeada de niños y nanas exclusivamente, a punta de balazos desde su
balcón del primer piso y luego trepada en la azotea evitó el asalto del grupo
villista de a caballo que huyeron despavoridos, y que Tina con un salvoconducto
viajó por ferrocarril de Monterrey a la Capital acarreando un gran cesto de
mimbre en el que escondió a su marido debajo de sus estambres que ella
utilizaría para tejer muchos, muchos chales, así salvándolo del paredón
revolucionario, hazaña repetida en otra ocasión, pero desde Sonora y en vez de
cesto el marido se escondió bajo su enagua de doble vuelo, mientras Tina
abanicándose y en la otra mano un pince-nez se hacía pasar por maestra de francés
contratada por algún personaje en el
poder en turno.
Al tiempo de
permanecer en casa de La Tía Tina, llegó el día en el que el marido tenía que
tomar posesión como gobernador de su Estado. La mamá y sus dos hijitas menores
vieron el cielo abierto, ya no debería defenderlas de la irascible Tina su
marido. Quedaron aposentadas en la Capital en una casa en la calle de Las Artes
de zaguán con portón apolillado que las separaba de la Revolución en curso con
jinetes encarabinados desfilando por su calle luciendo orgullosos sus 30-30
como en una danza macabra. En ese domicilio permanecieron encerradas mamá e
hijitas sin poder comprar un grano de arroz con los billetes bilimbiques guardados en un arcón y que perdían su valor
nominal de acuerdo a los altibajos de los caciques que se habían apoderado y/o
dominaban tres cuartas partes de México. De vez en vez se aparecía uno de los
hijos desbalagados con monedas de oro, único medio para comprar comida, o con
los pesos de plata acuñados en Chihuahua por Villa, canjeables en EU a la par
del dólar, sin preguntar mucho de su procedencia, ya que circulaban en la
frontera donde Villa contrabandeaba armas. En esa casa falleció, en 1917, Don
Hernando porque se bañó en una tina con agua muy caliente después de haber
comido sandía muy fría, que, como todo mundo lo sabía, fue una imprudencia
imperdonable cuando recién había llegado de su agotador viaje de más de un mes,
en parte viajando en carroza tirada por caballos y en parte en ferrocarril para
tramitar con un sinaloense en el candelero la devolución de su propiedad que le
quitó a la mala un gobernador de Sinaloa ya caído en desgracia. Dos meses
después su penúltima hija cruzó el zaguán apolillado del brazo de su único
hermano vivo escrupulosamente trajeado de pies a cabeza, ella portaba un
vestido de novia sin planchar recién desempacado de su envoltura del almacén El
Puerto de Veracruz, para casarse en la capillita aledaña al templo de San Felipe de Jesús en la Avenida Madero, cuando Tina, la hermana mayor de la
novia, recién se había reinventado.
Quedan en el aire varios hechos que escapan
a mi memoria y a mi imaginación, pero que tal si vuelvo a parpadear uno de
estos días….todo puede suceder.






Me encantó el relato (no tan corto) entre autobiografía ficción y realismo mágico. Una encantadora mezcla.
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