jueves, 15 de noviembre de 2012

Ni por dónde empezar (Parte 1)

-¡FRANCISCOOO!... Cómo se te ocurre bañarte a la intemperie, amaneció helando y el agua de la pileta debe estar hecha hielo... Aquí está la niña de visita... Te va a ver encuerado...

-Es que se me hace tarde, Betina, la Pelancha no sale nunca del baño, ve a sacarla a ver si puedes, ahí tiene escondido el coñac que no encuentras. Quedé de recoger temprano a unas muchachas para llevarlas a conocer Xochimilco, a estas no les vas a poner ni un pero, son de tu querido Culiacán...

-Vas a pescar una pulmonía chivato... ¡Qué condenación...! Me vas a matar a sustos y corajes... Ya sé cuáles muchachas han de ser, desde que te juntas con el mentado Bracamontes no sabes otra cosa. Pero dile al bandido ese que se cuide si vuelve a venir por ti chiflando como arriero y pitando hasta despertarse todo Tlalpan, quién sabe cómo le hubiera ido si salgo con la carabina antes de que arrancara su camión de carga que sólo carga "pintadas" de algún cabaret arrabalero --y en tono socarrón añade--, esas han de ser las mentadas culichis que dizque quieren conocer las chinampas...

-Ay sí tuuu... A poco crees Tina preciosa que tienes la misma puntería que tenías cuando le echaste bala a los villistas que querían asaltar tu casa y huyeron despavoridos a todo galope... –-regocijado replica el atlético de enorme estatura y pecoso como huevo de pípila Pancho, en tanto de espaldas a su interlocutora se seca con una toalla luida tiritando de frío y ejercitando su característico chiflido imitando el trinar de canarios -Y si me da pulmonía, para eso está tu hijito consentido, casi, casi médico- añade castañeteando los dientes.

Berta, Tina  para sus hijos cuando las cosas iban bien, dando los primeros pasos de su recámara hacia el corredor descubierto, arrebujada con chal de lana sobre su ropa de cama de franela y en pantuflas de fieltro negro que se han amoldado a sus juanetes, deja en suspenso el coloquio mañanero con su hijo menor a punto de sacarla de sus cabales, se encamina hacia la cocina de la mano de la niña de visita en esa casa, y para quitarle el susto a su sobrinita que azorada presenció el incidente, le pone en mano una jericalla de crema y vainilla recién salida del horno con su costra doradita y lo demás en la taza de peltre sabiendo a gloria.

Esta escena en una mañana de invierno en 1935 en el gran patio de una casona típica de Tlalpan, me vino a la mente instantáneamente en un parpadear de ojos al pasar frente a esa casa con su fachada intacta 50 años después.

En mi fugaz ensoñación distingo la recámara de La Tía Tina con un delicado aroma de heliotropo, su perfume favorito. En el cuartito adyacente se encuentra su máquina de coser Singer y los rollos de géneros importados oliendo a nuevo, comprados en los grandes almacenes de la Ciudad de los Palacios con los que ella confecciona ropa ajena siguiendo los últimos dictados de la  moda en Francia, tal como aparecen en las revistas de modas europeas que colecciona y me embelesan, desde sus sombreros hasta los botines. En la sombría “sala de visitas” con cortinajes de terciopelo verde esmeralda de piso a techo ceñidos a la mitad de su altura con grueso cordón dorado con un pompón barbudo en sus extremos, el olor a humedad se mezcla con el bouquet del buen coñac que Tina me enseña a catar tras escanciarlo en las copitas alemanas de metal siempre dispuestas sobre la mesita con carpeta de la misma tela del tapiz de la sala Luís XV, el tufo a gasolina del ambiente es de la cera con la que se pule el piano Steinway en el que Tina y la Pelancha interpretan valses de Carrasco y Chopin, o a Shubert y Lizt, y si no hubiese crisis familiar en curso, el médico en ciernes con traje de casimir confeccionado por Tina las acompaña al violín.


Me viene a la mente la recámara de La Pelancha que da a una azotehuela con ropa recién lavada y enjuagada en agua con altincar hasta dar cardillo las camisas blancas de sus hermanos tendidas en mecates, debajo del colchón de la cama con cabecera de tubos de latón de diseño caprichoso se encuentran los libros de medicina que faltan en la biblioteca de su hermano, y los clásicos de la literatura española y francesa que también tiene prohibido leer hasta sus títulos. En el cuarto de baño de enormes dimensiones La Pelancha me baña cada ocho días sumergiéndome en el agua calientita dentro de esa tinota porcelanizada de cuatro patas de garras de león, me enjabona con el “jabón de olor” Reuter, mi enmarañada melena ensortijada la lava con sacate xixi y perfuma con agua de colonia alemana, que no falta en esa casa en razón de la asiduidad de Henkel, viejillo alemán encorvado siempre de traje de lana café con pelusa y una peluca pelirroja a menudo desplazada de su debido sitio, complementando su mueca de sonrisa congelada en tanto venera a Tina descaradamente.

La anticipación del placer de saborear los platillos que se servirán a la hora de la comida la dispara mi olfato, sagaz detective de la alquimia en curso en las cazuelas "curadas" sobre carbón de aromático encino encendido con ocote en las cuatro hornillas del enorme bracero en la espaciosa cocina. Ahí está cocinándose el caldo de gallina gorda sin huevera al que se le han añadido las verduras compradas diariamente a la misma marchanta del mercado que da de pilón el cilantro y el perejil; el arroz rojo llevado a la mesa es el resultado de su remojo en agua caliente y que, enjuagado, escurrido y secado al sol se ha dorado en manteca de puerco antes de escucharse el chirrido del jitomate molido con el que se baña, para luego incorporar la dosis precisa de consomé; me llega el olor de la cazuelona de albóndigas nadando en espesa salsa de jitomate aderezada con chipotle, en medio del ambiente invadido por los frijoles cociéndose durante toda la mañana en la olla que no se usa para ninguna otra cosa jamás; adivino la muy picante salsa molcajeteada de jitomate o tomate verde que no falta en el centro de la mesa convertida, más a menudo que frecuentemente, en eficaz antídoto para la "cruda" de algún comensal; el chilorio o el chorizo sinaloense hecho en casa y conservado en tripas de res no podía faltar en la mesa del desayuno, comida o cena; el producto acabado del nixtamal que en casa se remojó con cal antes de llevarlo al molino de la esquina, es la masa que se colocará en el metate para que con la mano del metate moler la porción precisa de una tortilla al ritmo de la mano de Chencha, para luego colocarla con ademán preciso en el comal sobre la lumbre de leña ardiendo en un anafre afuera de la cocina, operación repetida hasta llenar el  chiquihuite de palma para su consumo inmediato.

En un segundo parpadeo, como si estuviera viendo una película en una sala de cine, me veo llorando desconsoladamente sentada en la orilla de la enorme cama de La Tía Tina con colcha de satín color vino, estoy frente a la ventana de piso a techo con enrejado estilo andaluz que da a la calle, el rimmel "Estrellas" que la Pelancha me puso en las pestañas, hecho a base de jabón según la fórmula inventada por la Pompadour de Luis XV, se me metió a los ojos. Tina pone verde a La Pelancha porque me enrrimeló, La Pelancha limpiándome las lágrimas tiznadas niega haberme enrrimelado. Sorpresiva contingencia imprevista en el último toque a mi atuendo y el peinado de caireles resaltado con ese gran moño de tafeta en la coronilla, y de tal manera acicalada, La Pelancha y yo iríamos a escondidas a vernos con su novio tuerto Macín en la nevería del zocalito, y luego encontrarnos con su novio Roqueñí, dentista con mal aliento aguardando pacientemente nuestra llegada a la churrería donde me esperaba el brebaje de chocolate en leche hirviendo batida con molinillo de madera hasta sacarle la espuma que casi rebosa mi taza, y darle fin acompañado de un churro de harina mezclada con ingredientes mágicos recién sacado del aceite hirviendo, en tanto, el suspense podría tener cualquier desenlace si nos descubría mi tía Tina, o si nos localizara cualquiera de sus hermanos, ambos de vocación camorrista, especialmente con aquellos sospechosos de cortejar a "La Pelancha", o que el casi médico la volviera a rapar y encadenar a la cabecera de latón de caprichoso diseño, para quitarle "lo salidora" y alejarla "de la bebida", hasta que la rescatara Pancho, artífice especializado en violar candados.


En caso de que a La Tía Tina de visita en mi casa en la colonia Roma se le ocurriese regresar a Tlalpan en mi compañía, yo pasaba esos días de mi estancia totalmente embelesada convertida en el centro de atención de los mayores, un cambio justo y necesario, mis dos hermanas altotas y ya noviando y nuestro único hermano chaparro y estrábico de nacimiento, me aventajaban mucho en edad, yo no podía distraerme de estar pensando la forma de vengarme de ellos y sobrevivirlo durante el lapso que me tomaría refugiarme en el regazo paterno. Para mi desconsuelo, mi madre suspendió mis visitas a Tlalpan, la razón dada fue que ahí aprendí a decir chivato, cuyo significado no me interesaba aclarar más allá de su aplicación como regaño iracundo, y que, en realidad, los norteños le espetaban a quien se le comparaba con un macho cabrío cuando todavía es chivo, y eso que nunca le dije a mi mamá el sobrenombre que le puso La Pelancha al bandidazo amigo de Pancho que me sonaba a pecado, "Bracabrón", así que por las recochinas dudas nunca se lo revelé a nadie, hasta confesarme con el padrecito sordo cuando hice mi Primera Comunión, quien ya roncaba cuando le pregunté qué quería decir el 5° Mandamiento, "No fornicarás". Sobra decir que nadie en este planeta supo que yo estaba segura que la verdadera razón de la orden terminante de mi mamá se debía a sus celos de mi amor a ojos vistas por su hermana mayor quien, con toda la paciencia del mundo en contraste con su natural talante, me trepaba en una sillita frente al bracero de su cocina para enseñarme a hacer quesadillas de flor de calabaza, mis favoritas hasta la fecha.

La visión nítida entre mis dos parpadeos no conservó la misma espontaneidad en mi intento de capturar la realidad en el mundo irreal post revolucionario que vivieron en carne propia los personajes evocados en la escena anterior. Pancho nació después de haber muerto su padre general en esas sangrientas guerras fraticidas que, por razones políticas más que verdaderas, pasaron a la historia como una única Revolución Mexicana, así justificando el saldo de tres millones y medio de muertos entre 1910 y 1920, ora caídos en batallas del Gobierno contra caciques y vice versa, ora en el fuego cruzado entre caciques que por turnos se apoderaron de tres cuartas partes de México, ora en el paredón, ora por la pandemia de influenza española contra la que no había cura, ora por la hambruna que azotó a la nación simultáneamente a la quiebra del país, ora por la leva, como se le llamaba a los cientos de miles de ciudadanos pacíficos reclutados, niños desde 12 años incluidos, enrolados a punta de bayoneta en el Ejército, sin detenernos en detalles ni mencionar el bandolerismo atroz desatado por "los pelones" que lograban escaparse de ser carne de cañón impuesta por leva. Este panorama dejó profunda huella imperecedera en sus supervivientes, pero resulta que La Tía Tina que yo conocí se reinventó, pero ni por dónde empezar a entender este proceso.

Fin de parte 1.  Continúa.

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