A mis 9 años de edad, yo
sentía que otra Coco se bajaba del "libre" que cobró un tostón de plata
por la travesía desde la Colonia Roma, al "Folis"
en la prolongación de la Avenida San Juan de Letrán rumbo a la Villa de
Guadalupe. Habíamos penetrado una zona que traspasaba mis fronteras virtuales de
"El Centro” de la Ciudad de México. Todo fue una, bajarme del fotingo de
la mano de mi hermana frente al "Fólis" y darme cuenta que mi
proficiente conocimiento del "centro" no me servía para nada.
Mi vasta experiencia recorriendo
ese perímetro, acompañando a mi madre más a menudo de lo que yo hubiera
deseado, comenzaba en la Avenida Madero #5 en el único Sanborn’s del planeta. Tras
desayunar panecillos muffins y un exquisito café americano, la ruta marcada
por mi destino ineluctable del subsiguiente peregrinaje era la Av. Madero hasta
el Zócalo. No era para tomarse a la ligera el dedicado escrutinio a todos los
escaparates deslumbrantes. Si Nueva York tenía su 5a Avenida, nosotros teníamos
la Calle Plateros, convertida en Av. Francisco
I. Madero en honor a nuestro único Presidente que nació en pañales de seda y no
era militar.
El recorrido por la avenida
de punta a punta era independiente del pretexto ocasional, si llevar a componer
el reloj de cuerda, si comprar medias de seda, o asistir a la misa celebrada en
San Felipe de Jesús en ocasión de un aniversario luctuoso. Con base en tales
razonamientos, campantemente se inspeccionaban con ojo detectivesco tras el
cristal las joyerías tradicionales, la Kimberley de los Fenton especializada en
piedras descomunales, la histórica "La Esmeralda" en edificio que es
una joya por sí mismo inaugurada con
bombos y platillos en 1890, sitio elegido por Pancho Villa para cambiarle definitivamente
el nombre a la calle Plateros por el de su héroe victimado Francisco I Madero. Otra joyería
menos suntuosa era la de Rita Otaduy de Torreblanca que engalanó a la primera
plana de "El Maximato". Las tiendas de modas tenían lo suyo, la Casa
Vogue con modelos exclusivos parisinos, la especializada en sombreros para dama
con delicados velos que caían sobre el rostro y aves del paraíso disecadas en
la copa.
Un único escaparate exhibía abrigos
de mink, estolas de armiño y para lucirse sobre los hombros parejas de zorros
plateados y tríos de martas cebellinas, aparentemente, los peleteros en general
prefirieron establecerse en otras calles donde no se sintiera inhibida su
clientela extravagante de la farándula y la política. Al llegar al Zócalo, irremediablemente
deberíamos entrar a El Centro Mercantil, edificio estilo art Nouveau edificado por monsieur Roberts en 1898, con un
vitral deslumbrante en su cúpula y un elevador-jaula con barrotes de reluciente
bronce de diseño caprichoso para subir y bajar al segundo piso, muy a tono con
la selecta clientela opulenta; yo no recuerdo que mi madre haya salido de ahí
con una compra jamás, sospecho que sólo se ponía al día para adquirir sus
reproducciones exactas en La Lagunilla, escuela del arte del regateo.
Una desviación del Zócalo sumamente
favorecida era llegarse a El Palacio de Hierro, almacén de franceses así
bautizado por los mexicanos que lo
vieron construir sobre una estructura metálica traída de Bélgica, nombre que
heredara el nuevo almacén tras haber reducido a cenizas un incendio el anterior.
Por nostalgia, quizá, a veces había que prolongar la caminata hasta El Puerto
de Veracruz que había visto sus mejores momentos cuando de ahí salió en 1917 el
vestido de novia de mi madre. Ir a El Puerto de Liverpool era una alternativa menos
que atractiva, sus dependientas eran unas arrogantes porfirianas de museo,
quizás siguiendo la escuela de los meros dueños , y para verlas había
que cruzar la avenida 20 de Noviembre muy transitada y con camiones que venían
desde el pueblo vecino de Tlálpan, que subían y bajaban pasaje en cada parada,
hasta toparse con la Plaza de Armas rodeada de las edificaciones vueltas
patrimonio de la Nación: el Palacio Nacional reedificado en lo que fuera la
casa de Moctezuma, la primera Catedral de América, el Portal de Mercaderes y los
edificios del Departamento del DF. En caso de estar de humor de buscar antigüedades
que no tuvieran el precio estratosférico de la "Casa Guillermo", la
mejor alternativa era El Nacional Monte de Piedad ubicado en lo que había sido
la casa de Hernando Cortés frente a un costado de la Catedral, con posibilidades
ilimitadas, no obstante, con ciertos riesgos en caso que el regalo de la
cigarrera de plata tuviera una dedicatoria oculta descubierta por el indignado
receptor del obsequio de segunda mano: "De Cándido Ruiz a su nena"
(sic). Decididamente, las calles Tacuba y Venustiano Carranza delimitaban las
fronteras transversales de lo que para mí era "El Centro", zona
limítrofe para comprar bergamota, aceite de tortuga y esperma de ballena para
la crema de belleza de manufactura casera en mi casa de la calle San Luis y estrenar
mis "zapatos nuevos" que deberían durarme hasta que me crecieran los
pies. En la primera calle de 16 de Septiembre, paralela a la Av. Madero, se
encontraba la Panadería Ideal, tradicional proveedora de pasteles de boda, y el
restaurante Prendes, preferido por la plana mayor de la política, la farándula,
las artes y la sociedad elitista, cuyos rostros amontonó en un muro del recinto
un pintor llamado Eduardo Castellanos. En Cinco de Mayo, la otra paralela
inmediata a Madero, se ubicaba el que había sido el Teatro Principal de la era
de las operetas, vuelto sala de cine. Planché la banqueta de Avenida Juárez a
pie de ida y vuelta a la saciedad, en contraste con La Alameda de enfrente que
no pisé ni por equivocación, más allá de las estatuas de mármol que esculpió
Ponzanelli a las que les mandó poner calzones la Primera Dama Ávila Camacho,
por supuesto, el sexenio siguiente corrigió este entuerto.
Bastaron dos o tres cuadras
de distancia de la Av. Madero por la Av. San Juan de Letrán, para que el
ambiente de la calle del "Folís" me fuera totalmente extraño. Como si
nada, ahí estaba la dama de faldita negra brillosa extra pintada recargada en
la pared asintiendo con la cabeza en señal afirmativa a todo viandante por
razones que yo desconocía, el general uniformado acompañado de su séquito de civiles
bigotones mal encarados visiblemente empistolados, el voceador anunciando
"Extra, la Extra de Noticias... El petróleo ya es nuestro de a deveras...
Lleve sus revistas para hombres "Policía" y "Vea", la
pelotera arremolinada en la entrada del teatro pareciera que la entusiasmaba el
olor a elotes hervidos y fritangas, mezclado con el tufo de los asistentes. Definitivamente, mi hermana había transgredido los límites urbanos de
las buenas costumbres, "así voy a ser yo cuando sea grande", pensé,
pero no se lo dije.
El “teatro de variedad” estaba
a reventar. Cual toro de lidia, mi hermana sin soltarme se abrió
paso entre la multitud hasta aproximarnos lo máximo posible al proscenio. Permanecimos
siempre cogidas de la mano una de la otra antes y durante toda la función.
Cantinflas interrumpía su diálogo con Medel y se cruzaba de brazos al dirigirse
a la audiencia, "ya ven cómo son, chatos, así como son buenos para reírse
habían de ser para trabajar", con ocurrencias semejantes hacía pausas en
su actuación hasta aminorarse el estruendo de las carcajadas de su público heterogéneo,
eventualmente, disparando comentarios picantes a viva voz que Cantinflas contestaba
inmediatamente, ya fuesen del bolero con su cajón de “bola” en mano, o del
catrín con facha de político trajeado y una “rorra”
a su lado. Mi hermana bañada en lágrimas de risa, no se daba por enteraba de mi
angustia por el peligro inminente de que a Cantinflas se le fuera a caer más su
pantalón sostenido inciertamente en su descenso hasta el cuadril, a no ser que
estuviera abotonado a su agujereada camiseta igual de mugrosa, tan desesperante
como sus enormes zapatos gastados con las puntas enroscadas de los que asomaba
el dedo gordo salido del hoyo de su calcetín y las suelas con tremendo agujero,
complementando su atuendo un ridiculísimo gorro de fieltro negro con el ala
tijereteada formando picos. Tampoco le encontraba la gracia a que un hilacho
que llevaba sobre el hombro fuera su gabardina nueva, porque "la vieja” la
tenía en casa, tampoco yo tenía la menor idea quién era el tal Lombardo
Toledano que le había encargado a Cantinflas la solución de los problemas del
país, porque, “Lombardo habla mucho y no dice nada, y a mí me pasa lo mismo”. Las
fantasías infantiles nadie las toma en cuenta, caray, yo tenía el remedio a la
mano para la transformación de Cantinflas, por tanto que trabaja y trabaja "Mi
General" para que el petróleo sea nuestro no viene a ver a Cantinflas, si
no, le diría que ya somos muy ricos desde que el petróleo es nuestro, que ya se
puede comprar una gabardina en High Life, un sombrero de fieltro en invierno y
de carrete en primavera en la Casa Tardán, zapatos en la zapatería El Borceguí
de la calle Bolívar, mandarse hacer un traje a la medida de casimir inglés, usar
camisas Arrow importadas y corbatas de seda italiana que se consiguen en la
Casa Rionda, y con Pardueles un plastrón para recibir en casa visitas con la bata
de seda puesta y fumando pipa, no esa mugrienta colilla de cigarro que levantó
del piso; NADIE escuchó mi comentario "ay, qué ansias... fúchila".
Abandonamos el teatro al
finalizar el último sketch de Cantinflas. Le pregunté a mi hermana por qué las
encueradas salían a bailar con los brazos en alto como si un asaltante les
hubiera dicho, "manos arriba". “Es por la gravedad en sus pechos”, me
contestó. Ya no me atreví a hacerle más preguntas sobre mi incógnita de la gravedad,
ni me hubiera hecho caso durante nuestro trayecto de regreso a casa carcajeándose
junto con el chofer del "libre", según y conforme mi hermana lograba
reproducir trozos del diálogo cantinflesco. Durante quién sabe cuánto tiempo
seguí condoliéndome por las pobrecitas encueradas que estando graves de su
pecho tienen que salir a bailar. No era cosa que mi madre me sacara de dudas,
hubiera desollado vivas a dos hijas si yo revelaba el detalle de la gravedad,
delatando así nuestra escapada archi secreta que me resistía a revelar hasta en
el confesionario profesional.
Para bien y para mal, la vida
es cambio. El Follies Bergére desapareció. Cantinflas, inigualable cómico
de carpa en su personificación del peladito de la Gran Urbe sin oficio
ni beneficio, absolutamente libre, ingenioso nato, abusadísimo para sacarle
ventaja a cualquier circunstancia por inesperada que sea, “bruja” que no es lo
mismo a ser pobre, ya que "estar bruja” es un estado pasajero, aunque
altamente contradictorio por ser un estado permanente esperando que le caiga
del cielo el premio "Gordo" de la Lotería Nacional que nunca compra, un
"me vale madres" de bandera, fiel intérprete del lenguaje arrabalero
espontáneo de verborrea disparatada, entrecortada y mezclada con remedos de
palabras domingueras mal aplicadas, no obstante, el discurso cobra sentido para
los adoctrinados en el lenguaje reconocido por la Academia de la Lengua
Española como lenguaje cantinflesco, además de su diplomado magnum cum laude
en debates de albures con un doble sentido que finalizan hasta que uno de los
dos contendientes simbólicamente somete sexualmente al otro para festín de los
mirones. Pues resulta que todo este caudal singular Cantinflas lo permutó por un
modelo de comicidad pedagógica en sucesivas películas en technicolor con
eventuales destellos luminosos de sus gracejadas paradigmáticas. Quedan para
muestra de su actuación original sus dos primeras películas en blanco y negro, Águila o sol, con Medel, y la gema Ahí
Está el Detalle para un público que no transgrede el detalle de la gravedad
de las buenas costumbres del México de 1938.
elenaespinosa29@gmail.com
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Quiero ver fotos.
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