lunes, 8 de octubre de 2012

Ahí está el detalle de la gravedad



 “No te vayas a asustar Coco, si salen las encueradas", me advirtió mi hermana 11 años mayor que yo, en tanto el cafre al volante de una tartana con el letrero en el parabrisas "Libre", nos transportaba al Follies Bergére con el propósito de ver actuar a Cantinflas. La nueva razón social del "teatro de revista" era en razón de que ya no era una simple carpa de lona, como lo seguía siendo su competencia de la carpa “Apolo”, ambas presentando "la variedad" variopinta durante la función de más de una hora de duración, en su totalidad reprobada por el manual de Carreño, por la Iglesia y sus derivados.

A mis 9 años de edad, yo sentía que otra Coco se bajaba del "libre" que cobró un tostón de plata por la travesía desde la  Colonia Roma, al "Folis" en la prolongación de la Avenida San Juan de Letrán rumbo a la Villa de Guadalupe. Habíamos penetrado una zona que traspasaba mis fronteras virtuales de "El Centro” de la Ciudad de México. Todo fue una, bajarme del fotingo de la mano de mi hermana frente al "Fólis" y darme cuenta que mi proficiente conocimiento del "centro" no me servía para nada.

Mi vasta experiencia recorriendo ese perímetro, acompañando a mi madre más a menudo de lo que yo hubiera deseado, comenzaba en la Avenida Madero #5 en el único Sanborn’s del planeta. Tras desayunar panecillos muffins y un exquisito café americano, la ruta marcada por mi destino ineluctable del subsiguiente peregrinaje era la Av. Madero hasta el Zócalo. No era para tomarse a la ligera el dedicado escrutinio a todos los escaparates deslumbrantes. Si Nueva York tenía su 5a Avenida, nosotros teníamos la Calle Plateros, convertida en  Av. Francisco I. Madero en honor a nuestro único Presidente que nació en pañales de seda y no era militar.

El recorrido por la avenida de punta a punta era independiente del pretexto ocasional, si llevar a componer el reloj de cuerda, si comprar medias de seda, o asistir a la misa celebrada en San Felipe de Jesús en ocasión de un aniversario luctuoso. Con base en tales razonamientos, campantemente se inspeccionaban con ojo detectivesco tras el cristal las joyerías tradicionales, la Kimberley de los Fenton especializada en piedras descomunales, la histórica "La Esmeralda" en edificio que es una joya por sí mismo  inaugurada con bombos y platillos en 1890, sitio elegido por Pancho Villa para cambiarle definitivamente el nombre a la calle Plateros por el de su  héroe victimado Francisco I Madero. Otra joyería menos suntuosa era la de Rita Otaduy de Torreblanca que engalanó a la primera plana de "El Maximato". Las tiendas de modas tenían lo suyo, la Casa Vogue con modelos exclusivos parisinos, la especializada en sombreros para dama con delicados velos que caían sobre el rostro y aves del paraíso disecadas en la copa.

Un único escaparate exhibía abrigos de mink, estolas de armiño y para lucirse sobre los hombros parejas de zorros plateados y tríos de martas cebellinas, aparentemente, los peleteros en general prefirieron establecerse en otras calles donde no se sintiera inhibida su clientela extravagante de la farándula y la política. Al llegar al Zócalo, irremediablemente deberíamos entrar a El Centro Mercantil, edificio estilo art Nouveau edificado por monsieur Roberts en 1898, con un vitral deslumbrante en su cúpula y un elevador-jaula con barrotes de reluciente bronce de diseño caprichoso para subir y bajar al segundo piso, muy a tono con la selecta clientela opulenta; yo no recuerdo que mi madre haya salido de ahí con una compra jamás, sospecho que sólo se ponía al día para adquirir sus reproducciones exactas en La Lagunilla, escuela del arte del regateo.

Una desviación del Zócalo sumamente favorecida era llegarse a El Palacio de Hierro, almacén de franceses así bautizado  por los mexicanos que lo vieron construir sobre una estructura metálica traída de Bélgica, nombre que heredara el nuevo almacén tras haber reducido a cenizas un incendio el anterior. Por nostalgia, quizá, a veces había que prolongar la caminata hasta El Puerto de Veracruz que había visto sus mejores momentos cuando de ahí salió en 1917 el vestido de novia de mi madre. Ir a El Puerto de Liverpool era una alternativa menos que atractiva, sus dependientas eran unas arrogantes porfirianas de museo, quizás siguiendo la escuela de los meros dueños , y para verlas había que cruzar la avenida 20 de Noviembre muy transitada y con camiones que venían desde el pueblo vecino de Tlálpan, que subían y bajaban pasaje en cada parada, hasta toparse con la Plaza de Armas rodeada de las edificaciones vueltas patrimonio de la Nación: el Palacio Nacional reedificado en lo que fuera la casa de Moctezuma, la primera Catedral de América, el Portal de Mercaderes y los edificios del Departamento del DF. En caso de estar de humor de buscar antigüedades que no tuvieran el precio estratosférico de la "Casa Guillermo", la mejor alternativa era El Nacional Monte de Piedad ubicado en lo que había sido la casa de Hernando Cortés frente a un costado de la Catedral, con posibilidades ilimitadas, no obstante, con ciertos riesgos en caso que el regalo de la cigarrera de plata tuviera una dedicatoria oculta descubierta por el indignado receptor del obsequio de segunda mano: "De Cándido Ruiz a su nena" (sic). Decididamente, las calles Tacuba y Venustiano Carranza delimitaban las fronteras transversales de lo que para mí era "El Centro", zona limítrofe para comprar bergamota, aceite de tortuga y esperma de ballena para la crema de belleza de manufactura casera en mi casa de la calle San Luis y estrenar mis "zapatos nuevos" que deberían durarme hasta que me crecieran los pies. En la primera calle de 16 de Septiembre, paralela a la Av. Madero, se encontraba la Panadería Ideal, tradicional proveedora de pasteles de boda, y el restaurante Prendes, preferido por la plana mayor de la política, la farándula, las artes y la sociedad elitista, cuyos rostros amontonó en un muro del recinto un pintor llamado Eduardo Castellanos. En Cinco de Mayo, la otra paralela inmediata a Madero, se ubicaba el que había sido el Teatro Principal de la era de las operetas, vuelto sala de cine. Planché la banqueta de Avenida Juárez a pie de ida y vuelta a la saciedad, en contraste con La Alameda de enfrente que no pisé ni por equivocación, más allá de las estatuas de mármol que esculpió Ponzanelli a las que les mandó poner calzones la Primera Dama Ávila Camacho, por supuesto, el sexenio siguiente corrigió este entuerto.

La arbitraria demarcación de lo que para mí era "el centro", incluía las calles transversales de la Av. Madero, Motolinia, Filomeno Mata y Gante --donde se pagaba el recibo de luz--, las demás prolongadas infinitamente a ambos lados pertenecían a mi dominio hasta un determinado punto, Isabel la Católica hasta la Casa Boker y en el extremo opuesto hasta Venustiano Carranza, también límite para la calle Bolívar con el Café Tupinamba al que mi progenitor era asiduo, donde por un diez de plata se tomaba el mejor café expreso, se podía cortar con cuchillo el humo de los cigarrillos mezclado con el de los habanos y una legión de meseras  rete confianzudas atendían al tumulto sentado en el enjambre de mesitas redondas con cubierta de mármol blanco. Yo estaba segura que la crema y nata de la intelectualidad ibérica había huido de Franco para reunirse en el Tupinamba a recitar los versos de García Lorca y del Marqués de Santillana que mi papá solía citar, ya que hablar de política estaba estrictamente prohibido, según decreto establecido en un mugriento letrerillo de cartón colocado en la pared de la entrada, legislación aventurada a raíz de un “pleitillo” a balazos. Por tales artes, solamente se permitía gritar de toros y toreros y cecear a voz en cuello la crítica despiadada de las obras teatrales en el Ideal interpretadas por las Blanch y las Montoya, y chismear sobre las cupletistas sobrevivientes, si de la española Gatita Blanca, mote de María Conesa ligada a la Banda del Automóvil Gris, si de la tabasqueña Esperanza Iris, dueña de la réplica genuina del collar de brillantes de Ma. Antonieta. Los disidentes de la prohibición de la libertad de expresión erogada en el Tupinamba, sin quitarse su sombrero de fieltro eligieron tomar sana distancia alejándose media cuadra para reunirse en el Café Campoamor, aledaño a la plazuelita con singular reloj sobre un pedestal único, precisamente, frente a la iglesia en la que se le iba a pedir a San Antonio marido, a cambio de una limosna de 13 centavos de cobre metidos devotamente en el cepo.

Bastaron dos o tres cuadras de distancia de la Av. Madero por la Av. San Juan de Letrán, para que el ambiente de la calle del "Folís" me fuera totalmente extraño. Como si nada, ahí estaba la dama de faldita negra brillosa extra pintada recargada en la pared asintiendo con la cabeza en señal afirmativa a todo viandante por razones que yo desconocía, el general uniformado acompañado de su séquito de civiles bigotones mal encarados visiblemente empistolados, el voceador anunciando "Extra, la Extra de Noticias... El petróleo ya es nuestro de a deveras... Lleve sus revistas para hombres "Policía" y "Vea", la pelotera arremolinada en la entrada del teatro pareciera que la entusiasmaba el olor a elotes hervidos y fritangas, mezclado con el tufo de los  asistentes. Definitivamente, mi hermana había transgredido los límites urbanos de las buenas costumbres, "así voy a ser yo cuando sea grande", pensé, pero no se lo dije.


El “teatro de variedad” estaba a reventar. Cual toro de lidia, mi hermana sin soltarme se abrió paso entre la multitud hasta aproximarnos lo máximo posible al proscenio. Permanecimos siempre cogidas de la mano una de la otra antes y durante toda la función. Cantinflas interrumpía su diálogo con Medel y se cruzaba de brazos al dirigirse a la audiencia, "ya ven cómo son, chatos, así como son buenos para reírse habían de ser para trabajar", con ocurrencias semejantes hacía pausas en su actuación hasta aminorarse el estruendo de las carcajadas de su público heterogéneo, eventualmente, disparando comentarios picantes a viva voz que Cantinflas contestaba inmediatamente, ya fuesen del bolero con su cajón de “bola” en mano, o del catrín con facha de político trajeado  y una “rorra” a su lado. Mi hermana bañada en lágrimas de risa, no se daba por enteraba de mi angustia por el peligro inminente de que a Cantinflas se le fuera a caer más su pantalón sostenido inciertamente en su descenso hasta el cuadril, a no ser que estuviera abotonado a su agujereada camiseta igual de mugrosa, tan desesperante como sus enormes zapatos gastados con las puntas enroscadas de los que asomaba el dedo gordo salido del hoyo de su calcetín y las suelas con tremendo agujero, complementando su atuendo un ridiculísimo gorro de fieltro negro con el ala tijereteada formando picos. Tampoco le encontraba la gracia a que un hilacho que llevaba sobre el hombro fuera su gabardina nueva, porque "la vieja” la tenía en casa, tampoco yo tenía la menor idea quién era el tal Lombardo Toledano que le había encargado a Cantinflas la solución de los problemas del país, porque, “Lombardo habla mucho y no dice nada, y a mí me pasa lo mismo”. Las fantasías infantiles nadie las toma en cuenta, caray, yo tenía el remedio a la mano para la transformación de Cantinflas, por tanto que trabaja y trabaja "Mi General" para que el petróleo sea nuestro no viene a ver a Cantinflas, si no, le diría que ya somos muy ricos desde que el petróleo es nuestro, que ya se puede comprar una gabardina en High Life, un sombrero de fieltro en invierno y de carrete en primavera en la Casa Tardán, zapatos en la zapatería El Borceguí de la calle Bolívar, mandarse hacer un traje a la medida de casimir inglés, usar camisas Arrow importadas y corbatas de seda italiana que se consiguen en la Casa Rionda, y con Pardueles un plastrón para recibir en casa visitas con la bata de seda puesta y fumando pipa, no esa mugrienta colilla de cigarro que levantó del piso; NADIE escuchó mi comentario "ay, qué ansias... fúchila".

Abandonamos el teatro al finalizar el último sketch de Cantinflas. Le pregunté a mi hermana por qué las encueradas salían a bailar con los brazos en alto como si un asaltante les hubiera dicho, "manos arriba". “Es por la gravedad en sus pechos”, me contestó. Ya no me atreví a hacerle más preguntas sobre mi incógnita de la gravedad, ni me hubiera hecho caso durante nuestro trayecto de regreso a casa carcajeándose junto con el chofer del "libre", según y conforme mi hermana lograba reproducir trozos del diálogo cantinflesco. Durante quién sabe cuánto tiempo seguí condoliéndome por las pobrecitas encueradas que estando graves de su pecho tienen que salir a bailar. No era cosa que mi madre me sacara de dudas, hubiera desollado vivas a dos hijas si yo revelaba el detalle de la gravedad, delatando así nuestra escapada archi secreta que me resistía a revelar hasta en el confesionario profesional.

Para bien y para mal, la vida es cambio. El Follies Bergére desapareció. Cantinflas, inigualable cómico de carpa en su personificación del peladito de la Gran Urbe sin oficio ni beneficio, absolutamente libre, ingenioso nato, abusadísimo para sacarle ventaja a cualquier circunstancia por inesperada que sea, “bruja” que no es lo mismo a ser pobre, ya que "estar bruja” es un estado pasajero, aunque altamente contradictorio por ser un estado permanente esperando que le caiga del cielo el premio "Gordo" de la Lotería Nacional que nunca compra, un "me vale madres" de bandera, fiel intérprete del lenguaje arrabalero espontáneo de verborrea disparatada, entrecortada y mezclada con remedos de palabras domingueras mal aplicadas, no obstante, el discurso cobra sentido para los adoctrinados en el lenguaje reconocido por la Academia de la Lengua Española como lenguaje cantinflesco, además de su diplomado magnum cum laude en debates de albures con un doble sentido que finalizan hasta que uno de los dos contendientes simbólicamente somete sexualmente al otro para festín de los mirones. Pues resulta que todo este caudal singular Cantinflas lo permutó por un modelo de comicidad pedagógica en sucesivas películas en technicolor con eventuales destellos luminosos de sus gracejadas paradigmáticas. Quedan para muestra de su actuación original sus dos primeras películas en blanco y negro, Águila o sol, con Medel, y la gema Ahí Está el Detalle para un público que no transgrede el detalle de la gravedad de las buenas costumbres del México de 1938.




elenaespinosa29@gmail.com

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