domingo, 15 de diciembre de 2013

Grecia, D.F.


Mis sentimientos no sólo son invisibles, son inefables y misteriosos. Les pongo nombre por ociosa. Si me enamoro, lo que embarga todo mi ser hasta alienarme me domina. No es cierto que la inteligencia modula el espíritu. Mi inteligencia no tiene que ver cuando soy plenamente feliz, mis emociones no son racionales, sufro, por ponerle nombre a que siento no poder vivir sin mi amado, dudo si me quiere o me engaña estando a su lado o alejada, la sola idea del desengaño me atormenta-menta-menta, Mi vergüenza hace que me ponga colorada y así me desnuda ante los demás sin pedirle permiso a mi inteligencia.

Misterios y más misterios ¿qué tiene que ver que haya escuchado por la radio una estrofa que cantaban mis hermanas cuando yo era niña y un río de lágrimas me brotara incontenible cuando me disponía a salir de carrera a desayunar a Sanborn's? Más misterioso es que ese manantial no cesara durante mi conversación con los demás comensales del desayuno. Se me vino la vida encima, lo traduzco en palabras y el misterio queda intacto, a las mis dos hermanas LasTórtolas,  ya ancianas  las tenía a tiro de piedra. Ataque de melancolía, quizá, si la palabra significa lo que pienso o si fuera el diagnóstico de re-enactment, una reactuación de una situación que en el pasado quedó pendiente de resolverse queda corta, muy corta a la monumental maraña de emociones encontradas que coincidieron en este evento. Mi envidia a las Tórtolas independientes acosadas por galanes que las llevaban vestidas de largo a El Chez Raulito, a El Patio y al Ciro's donde tocaba Everet Hogland que yo sólo podía escuchar por radio cuando me desvelaba, me carcomía las entrañas, las hubiera ahorcado de haber hecho efectivo mi anhelo que no le confesé ni al padrecito sordo que elegí con cautela. Eso de tener dos madrastritas ganando un sueldazo que me mandaban abrir la puerta y contestar el teléfono, sólo lo comprende otro zocoyote de familia, pero, a la vez, yo sentía que nadie podía tener hermanas comparables a las mías que eran la alegría de las fiestas y cantaban a dueto mejor que las Hermanas Águila; la Tórtola tenía los ojos más bonitos del universo que recién comprobé con su fotografía disfrazada de manola y también me actualizó su andar garboso cuando caminaba por la calle o entraba a un sitio concurrido donde volteaban a admirarla todos. Mi duelo por esa pérdida es justo y necesario, no es la única vez que el dedo flamígero me ha chamuscado.

Me intriga qué cosa me pasó hace unos días al escuchar Rapsodia en Azul de George Gershwin que no había escuchado en años. Si mi olfato puede transportarme a donde mi memoria le da la regalada gana conectarme, la música tiene super poderes en mí sin yo saberlo. Y sin poderlo poner en palabras tampoco; arrobo y embeleso no me sirven, necesito que se invente una cámara fotográfica de las emociones. La rapsodia me elevó del piso, el compositor capturó lo intangible que me llegó al alma, ¿porqué se me ocurrió  ponerlo así en palabras? Cual acto de magia, los primeros acordes de la rapsodia me transportaron al momento de mi adolescencia cuando por primera vez algo embargó completamente mis sentidos. Pudiera ser una reactuación de mi conexión perfecta con el pecho materno, me dicen los marisabiduchas, pero no les hago caso, así explican también mi tabaquismo.


Con la canción que cantaban las Tórtolas jovencitas se me vino encima mi duelo por mis dos ídolos caídos de su pedestal sin haberme dado yo cuenta de este estropicio durante toda mi vida, la Rapsodia, en cambio, fue luminosa. Me transportó a esos momentos en los que yo estaba perdidamente enamorada de Gabriel que me llevaba 20 años. Hacerles caso a los quinceañeros de mi edad ni pensarlo, y no acepto por ningún motivo que se debía a que yo era la consentida de mi viejísimo papá ya cuarentón, que me rescataba de mi imperiosa madre y mis dos madrastritas que se creían las muy muy, sólo porque la Tórtola fue la primera oficinista abanderada de la recién creada Pemex en el desfile del 16 de septiembre. Gabriel, de estampa de dios griego, piel aceitunada y ojos zarcos como si lo estuviera mirando,  se cruzaba la calle de Yucatán, donde tenía su gasolinera, al estanquillo de enfrente de la yucateca a quien yo le compraba un chicle diariamente. Y la aparición mitológica platicaba conmigo coreados por la yucateca. Y yo quería aparecer como mujer de mundo ante el que tenía dentadura de perlas; y por eso me ponía vestidos de la Geña que no era gordinflona como la Tórtola, y por eso mismo le dije que yo conocía el cabaret de ficheras Río Rosa, a donde el primo Miguel Delgadillo nos llevó en secreto a la Tórtola y a mí. Si a distancia me parecen ñoñerías mis angustias y sufrimientos por este amor seudo platónico,

A la Geña fue a la única que le confesé mi amor imposible por Gabriel, y en vez de chismeárselo a nuestra imperiosa madre a la que yo le tenía pavor, consideró que yo ya estaba en edad de que me contara cuentos colorados y que ya no me escondiera de ella para fumar como toda mujer moderna. Ni de oídas siquiera, la juventud "moderna"  sabe quién es Joan Crawford, siempre con un cigarrillo en mano al igual que toda luminaria que se preciaba de serlo. Nuestra mamá era fumadora de cigarrillos Virginia, uno tras otro hasta que terminaba la jugada de póquer; apuesto doble contra sencillo, que a nadie sus hermanas 10 y 11 años mayores le enseñaron a "dar el golpe" al cigarro de "tabaco rubio" como a mí las Tórtolas a mis 6 años de edad, pericia que supone adiestramiento anterior que escapa a mi memoria. 


Hasta aquí de monólogos misteriosos, lo prometo 

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