Mis sentimientos no
sólo son invisibles, son inefables y misteriosos. Les pongo nombre por ociosa.
Si me enamoro, lo que embarga todo mi ser hasta alienarme me domina. No es
cierto que la inteligencia modula el espíritu. Mi inteligencia no tiene que ver
cuando soy plenamente feliz, mis emociones no son racionales, sufro, por
ponerle nombre a que siento no poder vivir sin mi amado, dudo si me quiere o me
engaña estando a su lado o alejada, la sola idea del desengaño me
atormenta-menta-menta, Mi vergüenza hace que me ponga colorada y así me desnuda
ante los demás sin pedirle permiso a mi inteligencia.
Misterios y más
misterios ¿qué tiene que ver que haya escuchado por la radio una estrofa que
cantaban mis hermanas cuando yo era niña y un río de lágrimas me brotara
incontenible cuando me disponía a salir de carrera a desayunar a Sanborn's? Más
misterioso es que ese manantial no cesara durante mi conversación con los demás
comensales del desayuno. Se me vino la vida encima, lo traduzco en palabras y
el misterio queda intacto, a las mis dos hermanas LasTórtolas, ya ancianas las tenía a tiro de piedra. Ataque de
melancolía, quizá, si la palabra significa lo que pienso o si fuera el
diagnóstico de re-enactment, una
reactuación de una situación que en el pasado quedó pendiente de resolverse queda corta, muy corta a la monumental
maraña de emociones encontradas que coincidieron en este evento. Mi envidia a las Tórtolas independientes acosadas por
galanes que las llevaban vestidas de largo a El Chez Raulito, a El Patio y al Ciro's donde tocaba Everet Hogland que yo sólo podía escuchar por
radio cuando me desvelaba, me carcomía las entrañas, las hubiera ahorcado de
haber hecho efectivo mi anhelo que no le confesé ni al padrecito sordo que
elegí con cautela. Eso de tener dos madrastritas ganando un sueldazo que me
mandaban abrir la puerta y contestar el teléfono, sólo lo comprende otro
zocoyote de familia, pero, a la vez, yo sentía que nadie podía tener hermanas
comparables a las mías que eran la alegría de las fiestas y cantaban a dueto
mejor que las Hermanas Águila; la Tórtola tenía los ojos más bonitos del
universo que recién comprobé con su fotografía disfrazada de manola y también
me actualizó su andar garboso cuando caminaba por la calle o entraba a un sitio
concurrido donde volteaban a admirarla todos. Mi duelo por esa pérdida es justo
y necesario, no es la única vez que el dedo flamígero me ha chamuscado.
Me intriga qué cosa
me pasó hace unos días al escuchar Rapsodia en Azul de George Gershwin que no
había escuchado en años. Si mi olfato puede transportarme a donde mi memoria le
da la regalada gana conectarme, la música tiene super poderes en mí sin yo
saberlo. Y sin poderlo poner en palabras tampoco; arrobo y embeleso no me
sirven, necesito que se invente una cámara fotográfica de las emociones. La
rapsodia me elevó del piso, el compositor capturó lo intangible que me llegó al
alma, ¿porqué se me ocurrió ponerlo así
en palabras? Cual acto de magia, los primeros acordes de la rapsodia me transportaron
al momento de mi adolescencia cuando por primera vez algo embargó completamente
mis sentidos. Pudiera ser una reactuación de mi conexión perfecta con el pecho
materno, me dicen los marisabiduchas,
pero no les hago caso, así explican también mi tabaquismo.
Con la canción que
cantaban las Tórtolas jovencitas se
me vino encima mi duelo por mis dos ídolos caídos de su pedestal sin haberme
dado yo cuenta de este estropicio durante toda mi vida, la Rapsodia, en cambio, fue luminosa. Me transportó a esos momentos en
los que yo estaba perdidamente enamorada de Gabriel que me llevaba 20 años. Hacerles
caso a los quinceañeros de mi edad ni pensarlo, y no acepto por ningún motivo
que se debía a que yo era la consentida de mi viejísimo papá ya cuarentón, que
me rescataba de mi imperiosa madre y mis dos madrastritas que se creían las muy
muy, sólo porque la Tórtola fue la
primera oficinista abanderada de la recién creada Pemex en el desfile del 16 de
septiembre. Gabriel, de estampa de dios griego, piel aceitunada y ojos zarcos
como si lo estuviera mirando, se cruzaba
la calle de Yucatán, donde tenía su gasolinera, al estanquillo de enfrente de
la yucateca a quien yo le compraba un chicle diariamente. Y la aparición
mitológica platicaba conmigo coreados por la yucateca. Y yo quería aparecer
como mujer de mundo ante el que tenía dentadura de perlas; y por eso me ponía
vestidos de la Geña que no era
gordinflona como la Tórtola, y por
eso mismo le dije que yo conocía el cabaret de ficheras Río Rosa, a donde el
primo Miguel Delgadillo nos llevó en secreto a la Tórtola y a mí. Si a distancia me parecen ñoñerías mis angustias y
sufrimientos por este amor seudo platónico,
A la Geña fue a la única que le confesé mi
amor imposible por Gabriel, y en vez de chismeárselo a nuestra imperiosa madre
a la que yo le tenía pavor, consideró que yo ya estaba en edad de que me
contara cuentos colorados y que ya no me escondiera de ella para fumar como
toda mujer moderna. Ni de oídas siquiera, la juventud "moderna" sabe quién es Joan Crawford, siempre con un
cigarrillo en mano al igual que toda luminaria que se preciaba de serlo. Nuestra
mamá era fumadora de cigarrillos Virginia,
uno tras otro hasta que terminaba la jugada de póquer; apuesto doble contra
sencillo, que a nadie sus hermanas 10 y 11 años mayores le enseñaron a
"dar el golpe" al cigarro de "tabaco rubio" como a mí las Tórtolas
a mis 6 años de edad, pericia que supone adiestramiento anterior que escapa a
mi memoria.
Hasta aquí de
monólogos misteriosos, lo prometo

